ANÉCDOTAS (II)
Nos quedamos el mes pasado hablando de las
anécdotas. Cuenta Schwob en el prefacio a sus Vidas imaginarias que los biógrafos se han equivocado al creerse
historiadores e interesarse por lo general de un individuo, en vez de por lo distintivo,
lo único. Siempre he considerado la biografía como el género literario más
difícil y misterioso por tener que enfrentarse cara a cara con una vida humana.
Algunos apuntes biográficos de Ortega o las biografías de Zweig muestran lo
lejos que se puede llegar en ese terreno, pero la mayor parte de las veces
suelo quedarme descontento al leer alguna. No obstante, cuando se acercan, como
desea Schwob, a lo personal y diferente, encontramos jugosas anécdotas que en
ocasiones pueden acercarnos más al personaje retratado que otros datos de su
historial académico o profesional.
Tomemos como ejemplo una anécdota que aparece en
la monumental biografía de Kafka de Reiner Stach. Procede de los recuerdos de
Dora Diamant, la compañera de los últimos días de Kafka. En un parque el
escritor y Dora se encontraron a una niña pequeña llorando: había perdido su
muñeca. Kafka inventó una historia y le dijo que estaba de viaje y que lo sabía
porque le había enviado una carta. Como la niña desconfiara, dijo que la traería
al día siguiente. Cuando se puso en casa a escribirla estaba en el mismo estado
de tensión en que se hallaba siempre al sentarse al escritorio. Al día
siguiente, le leyó la carta a la niña en voz alta. La muñeca le contaba que
quería conocer otras cosas, pero que la quería mucho. Prometía escribir a
diario. Kafka escribió una carta cada día informando de nuevas aventuras. Al
final la muñeca se casaba. El juego duró al menos tres semanas, dando lugar a
lo que podemos llamar una novela epistolar de Kafka que, desgraciadamente, se
perdió (¿para siempre?). Quien conozca algo del escritor de Praga podrá ver en
esta anécdota rasgos característicos de su modo de concebir la literatura.
No he conseguido encontrar la fuente de esta otra
anécdota de Kafka, pero no me resisto a contarla por cuanto sugiere. Una tarde
visitaba a un amigo y, sin querer, despertó al padre que dormía en un diván.
Entonces atravesó el cuarto de puntillas, susurrándole al anciano: “Considéreme
un sueño”.
Tampoco conozco la fuente de la siguiente, muy
conocida. Quevedo apuesta a que es capaz de echar en cara su cojera a la reina.
Poco después, en una recepción en la corte el primero acude con una rosa y un
clavel y le dice a la segunda: “Entre el clavel y la rosa, su majestad
es-coja”.
Hay anécdotas que nos recuerdan
situaciones vividas por nosotros, o a la inversa. G.B. Shaw ve en una librería
de viejo un volumen de sus comedias con su dedicatoria: “Al sr. X, con el
saludo de Bernard Shaw”. Molesto por el desprecio del dedicatario que había vendido
el libro, lo compra, añade una nueva dedicatoria (“Al sr. X, con un nuevo
saludo –¡el segundo! –, de George Bernard Shaw”) y se lo envía por correo.
Recuerdo haber encontrado yo una vez, también en una librería de viejo, un
libro dedicado por el autor (un poeta al que yo conocía) a un profesor (a quien
también conocía), lo que me dio a entender que este lo había vendido.
Acabaré con otra anécdota de un
escritor, el elemento común a las de este artículo. La cuenta Alberto Manguel
en Una historia de la lectura. Dice
que cuando Racine estudiaba en la abadía de Port-Royal descubrió casualmente
una antigua novela griega titulada Las
historias etiópicas de Teágenes y Clariquea. En el bosque que rodeaba la
abadía lo sorprendió el sacristán leyéndolo, se lo quitó y lo arrojó al fuego.
Poco después, logró hacerse con otro ejemplar, que sufrió el mismo destino que
el primero. Así que consiguió un tercero y se aprendió la novela de memoria, le
devolvió el libro al sacristán y le dijo que podía quemarlo también, como los
otros. Cómo no recordar la novela de Bradbury Fahrenheit 451 en la que un grupo de resistencia memoriza las
grandes obras de la literatura en una sociedad donde los libros están
prohibidos y se queman los que encuentran.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
También puede leerse en el periódico.
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