Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 5 de diciembre de 2022.
MANUEL GARCÍA MORENTE
Había nacido en Arjonilla en 1886. La mañana del día 7 de diciembre de 1942,
hace ahora ochenta años, moría en Madrid. Tenía en la mano la Suma
Teológica de Santo Tomás de Aquino.
Aquel lejano día de posguerra, en un salón del convento de la Asunción, en
torno a ese hombre amortajado con su sotana, su figura, como rodeada de
espejos, se iría multiplicando, igual y diferente, en la memoria de los amigos
que lo rodeaban. Es probable que todos recordaran en ese momento de despedida
dos momentos esenciales en la vida del difunto. Uno por ser símbolo y otro por
ser comienzo de un camino que la muerte acababa de truncar recién
nacido.
El momento simbólico acaece en 1933 y lo constituye un
crucero universitario por el Mediterráneo. Morente, su jefe de expedición, era
por entonces decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Central de Madrid. El 15 de enero de ese mismo año se había inaugurado su nuevo
edificio en la Ciudad Universitaria. Tal edificio, fruto de la compenetración
del arquitecto Aguirre y el decano, compartía con el crucero el mismo espíritu
abierto y luminoso que vertebraba también el nuevo plan de estudios, diseñado
por Morente. Ninguno de los participantes olvidaría ese viaje. Uno de ellos,
Julián Marías, escribió en sus memorias: “Creo que nadie pudo olvidarlo nunca.
Nuestras vidas se han nutrido en buena medida de aquella experiencia”. El
crucero en el Ciudad de Cádiz supuso una convivencia durante
cuarenta y cinco días de una parte significativa de los intelectuales de aquel
momento y de los años posteriores, en un entorno enormemente estimulante para
ellos. Estaba planteado como un viaje al origen de nuestra cultura, un contacto
con ruinas y paisajes de las orillas del Mediterráneo donde empezó nuestra
milenaria aventura. Isabel García Lorca expresó el motivo de la importancia que
tuvo aquel crucero para muchos de sus participantes: “Era (…) la primera vez
ante muchas cosas: el descubrimiento”. El Ciudad de Cádiz, en lo
que constituye otro símbolo, fue hundido en la guerra
civil.
El momento de radical transformación acontece pocos
años después del crucero, en abril de 1937. Morente ha tenido que huir del
Madrid de principios de la guerra porque su vida corre peligro. Lo han despojado
del decanato, han asesinado a su yerno en Toledo, dejando a su hija viuda con
veintidós años y dos hijos. Está en París, en un estado de extrema penuria,
comiendo en casa de la viuda de un antiguo compañero de estudios muerto en la
Gran Guerra y alojado en el piso de su amigo Ezequiel de Selgas, que, como
correo secreto, se ausentaba días y noches enteros dejándolo solo. Al dolor se
suma el remordimiento por haber dejado a su familia en España y su preocupación
por sacarla de allí. Todas sus gestiones fracasan, también las que hace para
encontrar trabajo. Su situación económica cambia al conseguir un encargo
editorial, un diccionario francés-español y español-francés. Recibe entonces la
oferta de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Tucumán, en Argentina.
Acepta, pero condiciona el viaje a la salida de España de su familia con el
objeto de que lo acompañen. Esta salida se pone difícil y entonces, en la noche
del 29 al 30 de abril, solo en el piso desde el que puede verse, en la lejanía,
Montmartre y la luz de la torre Eiffel, Morente vive una conversión que le da
un nuevo rumbo a su vida. Cuando uno toca fondo, se encuentra con Dios. Al día
siguiente, resuelve hacerse sacerdote, pero mantiene la decisión en secreto.
Sus hijas consiguen llegar a París y la familia emprende el viaje
transoceánico.
En Tucumán, con ese secreto todavía guardado en el
corazón, imparte en 1937 un curso que queda recogido en un libro exitoso, Lecciones
preliminares de filosofía, que nos permite entender la afirmación de
quienes asistieron a sus clases: Morente tenía un enorme talento pedagógico. La
lectura de cualquiera de sus obras corrobora completamente esa impresión.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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