EL
VIEJO AÑO NUEVO
¿Observan ustedes la paradoja que hay implícita en la
expresión “feliz año nuevo”, repetida en innúmeros wásaps, en facebook, en
twitter, en correos e intercambios orales? Nuevamente felicitamos lo nuevo, lo
que es lo mismo que decir que, una vez más, volvemos a desear lo mejor para un
año que, otra vez, comienza. Como las estaciones, siempre otras y siempre las
mismas, regresan los años. La sensación de estar viendo las mismas noticias se
repite: la celebración de la lotería del Gordo, las inocentadas del 28, la
carrera de San Silvestre, el año entrando en Nueva Zelanda cuando aquí todavía
estamos en el anterior, el metahumorista José Mota en la televisión, el vestido
de la Pedroche, el concierto de Viena, los baños en aguas gélidas. A poco que
uno beba champán, no sabrá qué año es el que deja atrás y a cuál hay que dar la
bienvenida. ¿Qué es lo que pasa con lo nuevo que es tan viejo? ¿O acaso es lo
contrario, lo viejo lo que es nuevo?
Hace más de un siglo nuestros bisabuelos comenzaron a
notar la aceleración de la historia. A diferencia de las generaciones
anteriores, debieron de darse cuenta de que el mundo en el que morirían iba a
ser bien diferente del mundo en el que habían nacido. Cine, coches, teléfono,
radio, televisión, fueron cambiando y agilizando la vida. Las primeras
novedades se recibían con el optimismo que nacía de la creencia en el progreso,
no solo técnico y científico, sino también moral. Stephan Zweig cuenta en El mundo de ayer cómo los hombres de
antes de la Primera Guerra Mundial vivían en un mundo regulado y estable. “La
edad de oro de la seguridad” es la fórmula con la que el escritor austriaco
designa esa época. Las novedades se incorporaban, pues, a un mundo que todavía
no había saltado en pedazos. Lo nuevo se acomodaba a lo viejo. Si uno relee
aquellas páginas de Proust en las que el protagonista habla por teléfono con su
abuela, a través del servicio entre Donciéres y París, se dará cuenta de
cómo los adelantos se incardinaban en la
cotidianeidad de una vida invariable, haciéndola poco a poco más confortable.
Las dos guerras mundiales mostraron la faz sombría de la
novedad. Nuevas armas, guerras nunca vista antes. Sloterdijk señala el uso del
gas clórico que hizo el ejército alemán frente a la infantería
franco-canadiense en abril de 1915, en la batalla de Yprés, como un momento
clave en la historia de la lucha contra el enemigo.
El
mundo que surgió tras la Segunda Guerra Mundial había visto ya las dos caras de
las novedades. A partir de ahora estas llegarían, parafraseando a Celaya,
cargadas de futuro. Eran buenas y eran
malas. Avanzadas medicinas se mezclaban con armas punteras. Relegaban al pasado
costumbres, oficios, palabras, y abrían paso a otras costumbres, otros oficios,
otras palabras. Cambiaban, ahora sí, lo cotidiano. Hasta llegar al hoy, donde
se da la paradoja con la que hemos empezado este artículo. La novedad es ya
rutinaria. Todo tiene que renovarse para que todo siga igual. Eso es el
consumo: el pedaleo en una bicicleta estática en la que uno no para de
esforzarse para llegar a ningún sitio. De ahí la sensación de que el nuevo
móvil nace ya viejo (“total, será para dos años”). Ignacio Izuzquiza ha distinguido,
a este respecto, entre lo nuevo y lo
novedoso. Lo nuevo supone una ruptura, genera incertidumbre, se juega en el terreno
de las posibilidades; exige un nuevo lenguaje. Lo novedoso, sin embargo, es una
caricatura de lo nuevo; aunque intenta hacerse pasar por él, no rompe con nada,
no abre posibilidades. Yo diría que internet es algo nuevo, pero el último
móvil, la última televisión, el último frigorífico, son cosas novedosas.
Formulado en estos términos, lo nuevo de nuestro mundo consistiría en ser el
mundo de lo novedoso. Es así como se conjugan las dos sensaciones: la de vivir
un tiempo diferente a todo lo anterior y la del tedio que produce lo que nace
muerto y se pretende luminosamente vivo.
Así
que deseo a los lectores de este periódico que el año sea, verdaderamente,
nuevo. Y luego que sea feliz.
Muy de acuerdo contigo.
ResponderEliminarCiertamente, hay poco de nuevo en nuestro tiempo: nada más repetitivo que la música, el cine o hasta la literatura modernos (con sus notables excepciones, por supuesto): las películas de superhéroes y mutantes, los estrenos de dibujos animados en fechas clave, los libros escritos con el mismo estilo aséptico y pobretón, sin rasgo alguno del individuo que lo ha redactado (podrían ser de cualquiera).Hasta las portadas son idénticas... Hace poco escuché en la radio que el CSIC había investigado la música pop reciente y había llegado a la conclusión de que había poca o nula creatividad, todo era repetición incesante de los mismos esquemas.
Pero la repetición da seguridad, saber de antemano lo que va a ocurrir en una película o libro o lo que va a suceder o se va a estrenar concede certezas en un mundo, por el contrario, cada vez más incierto.
Por cierto que a mí también me llamó la atención el “posmodernismo” de José Mota: imitara al imitado, parodiar la parodia.
Feliz año también a ti.
Gracias, Jesús, por tu fino comentario.
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