EL DOBLE
No sé cuáles serán los argumentos
comunes de los sueños de nuestros hijos cuando lleguen a adultos, pero en el
mundo onírico de mi generación aparecen con frecuencia una mili que no se ha
hecho, una asignatura universitaria que no se ha aprobado o unas oposiciones a
las que de pronto hay que enfrentarse. Situaciones que en su momento marcaron
nuestra vida reaparecen irresueltas y su fantasma nos recuerda la angustia que
vivimos. Puede que estas oposiciones para ingresar en el cuerpo de maestros que
ahora se celebran sean la semilla de miríadas de pesadillas dentro de veinte
años. Hace más o menos un cuarto de siglo yo viajé a Alicante para presentarme
a unas similares. Lo que me aconteció, aunque no tiene que ver con tribunales o
plazas, está también hecho de la materia de los sueños.
Un matrimonio me alquiló una habitación en el piso donde vivían hasta la
fecha de mi examen. Una cama, una mesita de noche, un armario, una mesa, una estantería
con algunos libros y una marina en la pared. El hombre, panadero, se levantaba
de madrugada. Apenas recuerdo haberlo visto. La mujer mostró al principio una
amabilidad distante. Yo pasaba el tiempo en el cuarto o dando paseos en un
cercano y pequeño acantilado junto al mar. Salía a comer a un bar cercano. Al
tercer o cuarto día, la mujer insistió en que compartiera con ella la cena, sin
gasto suplementario alguno. Poco a poco fue contándome cosas. Me habló de la
jubilación de su marido, próxima, del sacrificio de un trabajo que lo obligaba
a salir de casa mientras todos dormían para que al levantarse tuvieran el mejor
pan de la provincia, y de lo solos que se sentían. Yo había notado una
indefinida atmósfera de contenida tristeza en la casa. Las únicas pistas sobre
la vida familiar eran una foto de boda del matrimonio y otra de comunión de un
niño. ¿Su hijo? ¿Un sobrino? Tardó en decírmelo. Una noche soltó el tenedor con
un trozo de tortilla en el extremo y, evitando mirarme, me espetó: “El de la
foto de comunión es mi hijo. Murió en un accidente de moto”. No supe qué decir.
Quizá balbuceé un “lo siento”, quizá ni eso, escondiéndome tras un sorbo de
agua. Ella continuó: “Hace cinco años. Hoy tendría veinticinco. Los que tienes
tú”. “Qué pena”, debí de decir, pero ella pareció no oírme. “Era un chico muy
bueno, muy agradable, tenía muchos amigos, era muy querido”. La dejé hablar, dibujarme la silueta de
un chico de veinte años como todos los chicos de veinte años: especial y
prometedor. Lo último que dijo antes de sumirse en un largo silencio fue: “Su
habitación era la que tú ocupas. Me recuerdas mucho a él”.
Intenté aclarar tiempo después la
impresión de inquietud que esta revelación me dejó, a través de un cuento
fallido. En él, mi doble literario acababa acomodándose en el hueco que había
dejado su doble fallecido, ocupando el lugar del hijo, del amigo y hasta del
novio perdido.
Hay algo inquietante en estas y
otras historias de dobles. La categoría de lo inquietante (“Unheimliche”) es objeto
de un conocido estudio de Freud de 1919. Lo inquietante mezcla terror y
familiaridad. Schelling, en relación con esto y en el contexto romántico, había
dicho que “Unheimliche” es lo que debería estar oculto pero ha salido a la luz.
Además del doble, Freud anota otros fenómenos que provocan la misma impresión: la
repetición de algo en nuestras vidas (un número, un lugar), la locura, las figuras inertes que parecen
vivas (muñecas, autómatas) o a la inversa. Lo inquietante se produce, a juicio
de Freud, porque nos hallamos ante unas arcaicas ideas cuya superación es puesta
en duda o porque lo que habíamos convenientemente reprimido de pronto aflora.
Aunque no lo parezca, el verano es
una tierra propicia para ello. Se rompen rutinas y se abren horizontes. No me
sorprendería que alguno de ustedes me dijera, a la vuelta de él, que, en una
ciudad europea, o caminando por el paseo marítimo de una ciudad malagueña, se
ha topado, inopinadamente, con su doble.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
Puede leerse aquí.
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