martes, 17 de septiembre de 2019

Las primeras veces o Proust bajando una escalera

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 16 de septiembre de 2019.

LAS PRIMERAS VECES O PROUST BAJANDO UNA ESCALERA
           
Del mismo modo que terminamos por no percibir un olor instantes después de estar en relación con su fuente, necesitamos poco tiempo para adaptarnos a una novedad y que esta, dejando de serlo, parezca que siempre ha estado con nosotros. La cara positiva de este fenómeno, en el que lo extraño deviene familiar, es que nos permite seguir buscando otras novedades. Es desde  la barca de la costumbre desde donde lanzamos la caña hacia las sorpresas… que un día formarán a su vez parte de la embarcación. El envés es que se vuelve rutinario lo que nos rodea, de modo que terminamos por dejar de percibirlo. El mundo se vuelve pétreo con demasiada facilidad, y es necesario el zarandeo de un acontecimiento imprevisto y rotundo (el amor, la muerte) para que se licúe y volvamos a sentir el misterio de la existencia. De ahí que el novelista Milan Kundera insista en la conveniencia de prestar oído a la aparición de ciertos fenómenos humanos que hoy nos resultan normales. Pensemos qué sintieron los primeros habitantes de ciudades como París o Londres en el momento en que empezaron a ser el lugar de la multitud, en el siglo XIX. O la impresión de los hombres que veían sus rostros fielmente reproducidos en un daguerrotipo o escuchaban sus voces en el fonógrafo de Edison. O la extrañeza de quienes comprendieron que los ruidos de motos y coches constituirían la banda sonora de nuestras calles.
Hay unas páginas en En busca del tiempo perdido, de Proust, donde puede verse el asombro del autor hacia el invento del teléfono. Las telefonistas son tratadas en términos mitológicos (los mitos, explicaciones del origen de las cosas) y la lejanía del cuerpo del interlocutor le hace pensar en la muerte. El propio Proust usó un invento relacionado, el teatrófono, mediante el cual escuchó sin salir de casa óperas de Wagner y de Debussy. Todo eso, cuyas perfeccionadas derivaciones utilizamos hoy sin reparar en ellas, era nuevo entonces. También la grabación de imágenes. Precisamente, un investigador canadiense ha encontrado unas filmadas en 1904 en la boda de la hija de la condesa Greffulhe (quien inspiró un famoso personaje proustiano), donde se ve, bajando las escaleras de la ceremonia, una figura que bien podría ser la del escritor francés. Las imágenes están a disposición de cualquiera en internet. La mezcla de asombro, gozo y profundidad al verlas está reservada a quienes conocen la obra del novelista y lo observan entre la gente que diseccionará en ella. Las reflexiones, las sugerencias, los matices, el mundo que de esos segundos de filmación puede surgir solo está al alcance de una pluma como la del propio Proust.
También sobre la costumbre, de la que hemos empezado hablando, tiene Proust unas memorables líneas donde habla de sus “analgésicos efectos”. En el transcurso de nuestras vidas hemos asistido a un cambio que tal vez no tenga precedentes. Entre los lectores de este artículo, unos vivieron una infancia sin televisión, otros una adolescencia sin internet, pero, pese a haber tenido la experiencia de la transformación del mundo, nuestra capacidad de absorber la novedad es tal que tratamos esas cosas con la familiaridad destinada a lo que siempre ha estado con nosotros.
Del mismo modo, los profesores nos hemos acostumbrado a dar clase. Septiembre, sin embargo, es el mes del recomienzo en el que nos es dado volver a la fuente y vivir por primera vez lo que ya hemos vivido muchas veces.

Juan Fernando Valenzuela Magaña




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