LAS PRIMERAS VECES O PROUST BAJANDO UNA
ESCALERA
Del
mismo modo que terminamos por no percibir un olor instantes después de estar en
relación con su fuente, necesitamos poco tiempo para adaptarnos a una novedad y
que esta, dejando de serlo, parezca que siempre ha estado con nosotros. La cara
positiva de este fenómeno, en el que lo extraño deviene familiar, es que nos permite
seguir buscando otras novedades. Es desde
la barca de la costumbre desde donde lanzamos la caña hacia las
sorpresas… que un día formarán a su vez parte de la embarcación. El envés es que
se vuelve rutinario lo que nos rodea, de modo que terminamos por dejar de
percibirlo. El mundo se vuelve pétreo con demasiada facilidad, y es necesario
el zarandeo de un acontecimiento imprevisto y rotundo (el amor, la muerte) para
que se licúe y volvamos a sentir el misterio de la existencia. De ahí que el
novelista Milan Kundera insista en la conveniencia de prestar oído a la
aparición de ciertos fenómenos humanos que hoy nos resultan normales. Pensemos
qué sintieron los primeros habitantes de ciudades como París o Londres en el
momento en que empezaron a ser el lugar de la multitud, en el siglo XIX. O la
impresión de los hombres que veían sus rostros fielmente reproducidos en un
daguerrotipo o escuchaban sus voces en el fonógrafo de Edison. O la extrañeza
de quienes comprendieron que los ruidos de motos y coches constituirían la
banda sonora de nuestras calles.
Hay
unas páginas en En busca del tiempo
perdido, de Proust, donde puede verse el asombro del autor hacia el invento
del teléfono. Las telefonistas son tratadas en términos mitológicos (los mitos,
explicaciones del origen de las cosas) y la lejanía del cuerpo del interlocutor
le hace pensar en la muerte. El propio Proust usó un invento relacionado, el
teatrófono, mediante el cual escuchó sin salir de casa óperas de Wagner y de
Debussy. Todo eso, cuyas perfeccionadas derivaciones utilizamos hoy sin reparar
en ellas, era nuevo entonces. También la grabación de imágenes. Precisamente, un
investigador canadiense ha encontrado unas filmadas en 1904 en la boda de la hija
de la condesa Greffulhe (quien inspiró un famoso personaje proustiano), donde
se ve, bajando las escaleras de la ceremonia, una figura que bien podría ser la
del escritor francés. Las imágenes están a disposición de cualquiera en
internet. La mezcla de asombro, gozo y profundidad al verlas está reservada a
quienes conocen la obra del novelista y lo observan entre la gente que
diseccionará en ella. Las reflexiones, las sugerencias, los matices, el mundo
que de esos segundos de filmación puede surgir solo está al alcance de una
pluma como la del propio Proust.
También
sobre la costumbre, de la que hemos empezado hablando, tiene Proust unas
memorables líneas donde habla de sus “analgésicos efectos”. En el transcurso de
nuestras vidas hemos asistido a un cambio que tal vez no tenga precedentes.
Entre los lectores de este artículo, unos vivieron una infancia sin televisión,
otros una adolescencia sin internet, pero, pese a haber tenido la experiencia
de la transformación del mundo, nuestra capacidad de absorber la novedad es tal
que tratamos esas cosas con la familiaridad destinada a lo que siempre ha
estado con nosotros.
Del
mismo modo, los profesores nos hemos acostumbrado a dar clase. Septiembre, sin
embargo, es el mes del recomienzo en el que nos es dado volver a la fuente y
vivir por primera vez lo que ya hemos vivido muchas veces.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
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