lunes, 26 de agosto de 2019

Perder la cabeza

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 26 de agosto de 2019.


PERDER LA CABEZA

            No es descabellado considerar la frenología como una versión de la fisiognómica. Esta, como vimos en otro artículo, pretende conocer el carácter o la personalidad de alguien a través de su aspecto exterior. La frenología considera que las facultades y habilidades personales están localizadas en las distintas zonas del cerebro. Quien tenga más desarrollado el sentido de la ubicación, por ejemplo, tendrá el órgano cerebral correspondiente más grande y eso dará lugar a una variación en la forma del cráneo. Así que si estudiamos este (usando los dedos, las palmas de la mano, una cinta métrica o un calibrador especial llamado “craneómetro”) podemos llegar a conocer los rasgos mentales y la personalidad del sujeto. De lo exterior a lo interior, de lo material a lo inmaterial, una vez más.
            Franz Joseph Gall, que debía de tener muy desarrollado el órgano del sentido de la inferencia, desarrolló esta teoría en el paso del siglo XVIII al XIX. Por esa época murió Haydn en la cima de su gloria. Dos discípulos de Gall pensaron que nada mejor que su cráneo para palparlo y poder ver el desarrollo de la parte correspondiente al talento musical. Uno de ellos, tras el examen, lo colocó en la repisa de su chimenea en una caja con ventanas de cristal coronada con una lira. Tiempo después se deshizo de su colección de cráneos y le dio el de Haydn a su compañero, llamado Rosenbaum. Cuando el príncipe Esterházy, cuya familia había protegido al compositor durante la mayor parte de su carrera, quiso traer el cadáver a sus dominios, se descubrió el pastel. La investigación llevó a su poseedor, pero el registro en su casa fue infructuoso: la mujer del frenólogo (la famosa cantante Therese Gassmann) lo escondió en su colchón de paja y se metió en la cama diciendo que tenía la menstruación, lo que hizo que los funcionarios del príncipe no se acercaran a su lecho. Esterházy acabó ofreciendo una recompensa a Rosenbaum, que no le pagó al recibir el cráneo. Tal vez el frenólogo se lo barruntara, porque el que le dio no era el de Haydn.  Hubo que esperar hasta 1954 para que cabeza y cuerpo del músico se unieran por fin. Junto a esos restos yace también, como un invitado de la casa del que hemos olvidado cómo empezó a frecuentarla, la calavera sustituta.
            Por las mismas fechas en que en la tumba de Haydn aparecía la peluca pero no la cabeza, en París se abría el sarcófago donde Lenoir, encargado de proteger los bienes franceses en el periodo revolucionario, había depositado los restos de Descartes, muerto a mediados del XVII en Estocolmo y cuyo cadáver, tras reposar en Suecia dieciséis años, fue exhumado y trasladado a París. Tampoco había allí cráneo alguno. El químico sueco Berzelius se hallaba entonces en la capital francesa y se enteró del asunto. Dos años después, de vuelta en Suecia, supo por un periódico de Estocolmo que habían subastado el cráneo de Descartes tras la muerte de un profesor de medicina y farmacia a cuyas órdenes precisamente había trabajado. ¿Era, pues, cierto, el rumor que decía que el cráneo nunca había salido de Suecia? Berzelius se hizo con él y lo envió a París a través del embajador sueco en Francia.
¿Cómo había perdido el filósofo de la duda metódica la cabeza? Cuando se exhumaron los restos en el XVII para llevarlos a París, fueron custodiados en casa de Terlon, el embajador francés, por miembros de la guardia municipal de Estocolmo. Fue al parecer el capitán de ese contingente quien se apropió del cráneo para que Suecia no se desprendiera del todo de alguien tan célebre. El cráneo tiene anotados los nombres de los propietarios por los que fue pasando de mano en mano hasta que Berzelius lo recuperara para Francia. Gracias a él hoy está en el Museo del Hombre en París. En cuanto al resto de los restos, parece que, pese a la Wikipedia, no son los que Lenoir guardó en el sarcófago y que luego pasaron a la iglesia de Saint Germain de Près. La prueba es que Lenoir los había recogido de un ataúd de madera, cuando sabemos que vinieron de Estocolmo en uno de cobre.

Juan Fernando Valenzuela Magaña


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