En mayo de 2010, tuve el honor de presentar la excelente novela de Jesús Arroyo en Cabra. Pego en este blog mis palabras de entonces. Cualquier buen lector sabe que hoy hay muy buena literatura fuera del mercado y muy mala en su centro. No creo que el fenómeno sea nuevo, libros de éxito hace un siglo son desconocidos hoy y obras hoy canónicas fueron apenas leídas en su tiempo, pero el predominio del mercado en nuestras vidas sí es nuevo, y eso hace que el contraste entre lo bueno oculto y lo malo en el escaparate parezca mayor. Hay cierta confusión en todo este asunto, que es un apartado del asunto general del gusto. Sostengo que puede gustar mucho lo que no es valioso y no gustar lo que lo es. Sostengo que hay una educación del gusto. Y que las voces valiosas deben intentar llegar a la gente, pero que a veces la tarea es tan exasperante que apenas les queda tiempo para lo que verdaderamente importa: cultivar esa propia voz.
Presentación de la novela A QUIENES LA NOCHE NO CALMA
AUTOR: Jesús Manuel Arroyo Tomé
PRESENTA: Juan Fernando Valenzuela Magaña
LUGAR: Teatro El Jardinito
FECHA: domingo 9 de mayo de 2010, a las 20.00 horas
SOBRE A QUIENES LA NOCHE NO CALMA
INTRODUCCIÓN
A la mayoría de los lectores nos ocurre
una cosa. Nunca hemos conocido personalmente a los escritores que nos deleitan.
Eso nos ocurre a todos con los que están muertos. Debido a que he escuchado los
absurdos más rocambolescos, no descarto que alguien me diga que una vez cenó
con don Miguel de Cervantes o que solía salir de copas con Goethe y se
entendían en alemán. Lo que sí descarto es que llegue a creérmelo. Pero con los
vivos, yo creo, nos pasa a la mayoría. Si hago memoria, y creo ser
representativo en este aspecto, mi conocimiento en vivo del mundo literario se
reduce a: vi una vez a Carmen Martín Gaite en el Café Gijón (yo iba por el
Paseo de Recoletos, la vi por la ventana), una vez Javier Marías me firmó un
libro en la Feria del Libro de Madrid (era de la biblioteca del instituto y
allí quedó, por supuesto), en un musical estuve sentado detrás de la cabeza de
Saramago, y el otro día abordé en Lucena a Fernando Savater y cambié unas
palabras con él. El resto, un ramillete de conferencias: Francisco Nieva y
Gloria Fuertes, Jesús Ferrero, incluso otro Premio Nobel de Literatura bastante
desconocido, Derek Walcott. En cuarenta años poca cosa, como ven.
Digo
esto porque inevitablemente uno idealiza de algún modo la persona que escribe
lo que tanto nos gusta a fuerza de no verla o de ver sólo la imagen literaria
que proyecta, y que no deja de ser una prolongación de su propia escritura. Con
los años tendemos a abrir un abismo insalvable entre su mundo y el nuestro, que
es una trasposición errónea del abismo que hay entre el mundo creado de la
literatura y el cotidiano de nuestra vida, incluidas las vidas de los
escritores, que sabemos las hay de todo jaez. El peligro, y es lo que quiero
subrayar, de todo esto, es que nos vuelve ciegos para una posibilidad de
nuestras vidas: que conozcamos personalmente y desde hace tiempo a alguien que
de pronto escribe algo de la talla de la literatura que leemos, y aclaremos
que, si bien procuramos leer mucho, leemos muy selectivamente. Parece que
estamos ante una contradicción: no puede ser que un amigo nuestro, al que
conocemos despotricando sin ahorrar aspaviento alguno contra la administración
o comentando con pesadumbre la marcha de la Real Sociedad, de pronto sea un
escritor como los que leemos.
Dado que gran parte de los que estáis
aquí conocéis, como yo, personalmente a Jesús, es mi objetivo en esta
intervención deshacer ese espontáneo prejuicio.
REALIDAD
Y FICCIÓN
Adentrarse en el asunto de la realidad
y la ficción es adentrarse en un laberinto que no pretendo recorrer ahora. Pero
algo hay que decir si de lo que hablamos es de una novela, que a primera vista
es un espacio de ficción. Unamuno, tan provocador siempre, sostenía que don
Quijote tenía más existencia que Cervantes. La existencia o el ser se dicen de
muchas maneras, decía Aristóteles, y ser
ficción no es ser menos que ser real. Ahora bien, para que algo exista
ficticiamente tiene que haber alguien que levante, no tanto que invente, ese mundo.
Y digo mundo no porque esté aislado, de la realidad o de otros mundos
ficticios, sino en el mismo sentido en que hablamos del mundo del tenis o
decimos de alguien que vive en su mundo. Por supuesto que el cosmos que se
contiene en estas páginas no es una isla, y por eso ilumina zonas de la llamada
realidad como, y esto es rabiosa actualidad, la Transición o la guerra civil.
Pero para que como universo no se derrumbe, precisa de una arquitectura que
procede de dentro, y no de fuera, de la propia historia, y no de quien la
escribe.
EL
PRÓLOGO
El arquitecto ha puesto en el comienzo,
como pórtico, un prólogo magistral. Lo curioso del caso para mí es que este primer
paso lo es de una trayectoria literaria pública. Sólo un acendrado sentido
del pudor y de la autoexigencia puede explicar que las primeras páginas de
Jesús a las que el lector tenga acceso sean estas, que en modo alguno lo son de
un principiante. No soy ni estoy aquí como crítico literario, sino como lector
impenitente, y cualquiera que lo sea notará nada más empezar un dominio técnico
asombroso y, lo que es más difícil, esa capacidad a la que me refería para
construir un mundo en el que el lector habitará mientras dure su lectura. Eso
es raro, porque uno lee primeros textos de autores luego consagrados y descubre
en ellos, como no podía ser menos, ingenuidades y tropiezos, desfallecimientos
y traspiés. Pero no vivimos ya en un tiempo en el que el escritor haya de
aparecer desde el comienzo mismo de su vocación luchando por crearse una voz,
haya de curtirse a los ojos de los lectores. Este fenómeno merecería un
análisis, cuyo lugar no es este, pero sin duda es de agradecer, en un mercado
saturado como el de las historias escritas, que alguien haya sometido todo
conato de vanidad hasta estar seguro de que el resultado tenía la altura
suficiente para sostener dignamente la mirada del más exigente lector.
El prólogo del que les hablo es para mí
la quintaesencia de todo el libro y a la vez como su germen. Por
eso es un acierto que ocupe ese lugar inicial. Pues ¿qué lugar va a ocupar un
prólogo? ¿Acaso se quiere que se ponga
en medio del libro? Pues sí, eso es justamente lo que hubiera hecho un escritor
ingenuo. Porque lo que se nos cuenta en ese prólogo no es lo primero que cronológicamente
ocurre en la historia relatada. Y eso ya nos da una idea de que la
linealidad del tiempo va a ser subvertida. Y no por alarde técnico, por
exhibir bíceps de maestría literaria, sino porque es la forma en que el tiempo
va a ser sentido en la novela: "Sí, y además da la impresión de que
no todo hubiese sucedido con la
esperable continuidad del tiempo, como si las pausas, lagunas y dispersión de
sus partes que vamos encontrando sólo reprodujeran fielmente la trabajosa
sinuosidad con que fue ocurriendo todo." , leemos en la novela.
El presente, que es el principio de la
Transición, en el que Alberto investiga las amenazas de un senador de Guadaluz,
no puede entenderse sin un largo pasado que comienza en la Revolución de 1868 y
que atraviesa la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, y ese
pasado va a ir surgiendo de las voces de los personajes y de la propia voz del
narrador, que no llega nunca a saber más que ellos, que se pliega a su incierto
conocimiento. Conviene subrayar estos dos aspectos, el que podríamos llamar la
densidad del presente, porque el presente se nos presenta inteligible sólo
con la carga de pasado que lleva a sus espaldas, y el narrador que
podríamos llamar equisciente, porque sabe lo mismo que los personajes
que aparecen, tomando como un personaje más al propio pueblo, al conjunto de
vecinos que hablan y fabulan. Ambos constituyen elementos del prólogo que se
proyectan sobre todo el libro.
Como también lo hace otro: la oposición
simétrica entre dos hombres, cuyo pasado y cuyo futuro luego vamos a ver, y
que es el nervio de la novela. Podría verse, aunque no sólo, como una versión
del tema del doble, que desde Dostoievsky hasta Philip Roth no para de dar que
pensar en la literatura. Dos hombres que, por voluntad de uno de ellos, se
parecen, una vida obsesionada con ocupar el hueco que la otra deja
voluntariamente vacante, dos cosmovisiones que doblemente niegan la teoría
marxista, porque la de quien debería querer subvertir el orden establecido
quiere mantenerlo y la de quien debería querer mantenerlo quiere cambiarlo. Dos
personajes que no dejan de depararnos sorpresas hasta el final de la novela.
Creo que quien no haya leído este
prólogo debe enfrentarse a él con la mirada más virgen posible, y por eso estoy teniendo cuidado de no
desvirgarla. Fiel a ese propósito, no destacaré sino dos características más,
que también lo serán de toda la novela, y que son dos de sus logros para mí más
difíciles de conseguir (y aquí hablo, más que como lector, como escritor).
En primer lugar, la capacidad de
narrar una situación en la que, a no ser que nos engañe con la edad como
ciertas artistas, Jesús no pudo participar. Cuando uno relata una
experiencia o un conjunto de ellas puede acudir a lo que a uno le ha pasado,
puede recoger el testimonio de alguien que las protagonizó o puede imaginar. Lo
primero, ya digo, era imposible en este caso. Así que tanto si optó por lo
segundo (el testimonio de alguien) como si lo hizo por lo tercero (la
imaginación), o si mezcló ambas posibilidades, Jesús tenía muchas de que lo que
le saliera fuera artificioso. Sólo con un pulso talentoso y de largo
aprendizaje puede salirse airoso del reto. Y si uno lee las líneas donde se
describen las sensaciones que tiene el soldado que lucha en la Unión Soviética,
esperaría ver al final de ellas la firma de un veterano de la Segunda Guerra
Mundial.
La segunda característica es todavía
más meritoria, aunque me temo que más mérito tendría yo si me hiciera entender,
porque se trata de algo tan complejo como sutil. Podríamos denominarlo la
creación de un nuevo orden de cosas. La ficción no se contrapone a la
realidad como lo interesante a lo aburrido, o lo maravilloso a lo rutinario,
porque el poder de sorprendernos y el misterio pertenecen a la realidad, y no hace
falta escuchar a Íker Jiménez para darse cuenta de ello (de hecho, tengo la
sospecha de que el interés por psicofonías, conspiraciones o escandalosos
secretos supone la incapacidad de asombrarse de lo más asombroso, que es
siempre lo obvio: para empezar, el misterio de que uno esté vivo, la propia
existencia). No, la ficción no es un refugio contra la aburrida rutina. Lo que
sí logra la ficción es crear nuevas reglas, que pueden o no tener aplicación en
la realidad. Voy a referirme a una de esas nuevas reglas. En el prólogo hay una
yuxtaposición de dos escenas, una que se hallaría en la memoria del personaje
que combate contra el fascismo alemán y otra que la está viviendo dicho
personaje. Sin embargo, este punto de partida, que al principio no contradice
nuestra realidad cotidiana, va cambiando su significado hasta que ambas escenas
están teniendo lugar en el mismo momento.
Esto no es una manera de decir, es una manera de ser. Esa violación del
tiempo, efectuada con difícil naturalidad, no está reñida con la realidad,
aunque sí con la realidad cotidiana, pero, independientemente de eso, lograr convencer
de ese fenómeno, es un logro al alcance de muy pocas plumas.
A LA
ALTURA DE LOS TIEMPOS
Ese prólogo abre, pues, la fiesta
literaria que es esta novela. Tras pasar su puerta nos encontramos con
Alberto que, como el lector, queda atrapado por la historia de estos personajes
y quiere saber más de ellos, porque saber de ellos es, de algún modo, saber
de sí mismo.
Alberto va, así, descubriendo la
historia de las dos familias con las que están emparentados esos dos hombres
del prólogo, desde ese origen en 1868 al que hacíamos referencia y que va
adquiriendo rasgos propios de la leyenda. En ese momento inicial eran también
dos los hombres que fundan un laboratorio farmacéutico. Del mismo modo que al
leer el origen de Bruno, uno no puede evitar evocar el García Márquez de Cien
años de soledad. El hijo de uno de esos dos fundadores es cabeza de una
familia que fascina a Guadaluz, que habita la casa en la que estamos y a la que
pertenece uno de los dos hombres del prólogo. El otro, de pasado indescifrable,
se casará con la nieta del segundo fundador.
El afán por saber de Alberto se
contagia al lector. Y no sólo eso. También es contagiosa la implicación que
supone toda escucha auténtica. Alberto va sabiendo de sí conforme va sabiendo
de la historia de las dos familias, y del mismo modo se van removiendo los
recuerdos y las experiencias del lector.
Con ser esto de gran importancia en la
valoración de una obra literaria, me parece más importante todavía un aspecto
que comparte también Alberto y el lector: la falta de verdades absolutas
sobre el pasado. Aquí tengo que pararme un poco.
Toda la historia de la novela, desde el
Quijote, está sustentada en la idea relativista de la verosimilitud y no
en la absolutista de la verdad. Esto no significa un relativismo en el sentido
técnico del término, pues no se trata de que todo punto de vista sea igual de
valioso. Conviene desbrozar un poco la maleza que los tópicos han ido generando
sobre el asunto. Decir, con Ortega, que toda perspectiva es valiosa, que lo que
se ve desde una no puede verse desde otra, y que todas son insustituibles, no
es decir que todas las opiniones poseen el mismo valor. Y es que Ortega deja
muy claro que la perspectiva ha de ser fiel a sí misma, es decir, entre otras
cosas, tener en cuenta el momento histórico en que tiene lugar. El hombre ha de
asumir su perspectiva. Y es justo eso lo que no ocurre, lo que hace de muchas
perspectivas perspectivas falsas, desde las que no se ve lo real sino su
deformación. Pero, dicho esto, en efecto, cualquier perspectiva auténtica,
sincera, ve una parte de la realidad y ha de saberse limitada. Esa tesis, que
Ortega desarrolla teóricamente en su filosofía, nos la muestra desde Cervantes
la historia de la novela. La ambigüedad, la complejidad de lo real, es el hilo
conductor de ese género tan ambiguo a su vez llamado novela, y que está tan
vinculado a la idea de Europa. Pues bien, yo creo ver ese aspecto en el modo en
que el pasado aparece en la novela de Jesús. "El problema", dice
Alberto, "es que parece como si el pasado se fuese volviendo más y más
profundo a medida que nos adentramos en él, como si se ahondase y se volviese
más oscuro cuanto más lo miramos".
Unido a este carácter de complejidad,
de ambigüedad, de matiz, que la novela como género lleva inscrito, está el de
la continuidad: toda obra lleva dentro de sí la experiencia anterior de
la novela. Esto puede parecer conservador, en la medida en que es una reivindicación
de la tradición, pero en esta cuestión quien más avanza es quien más conserva.
Ese espíritu de continuidad, de asunción del pasado de la novela, aparece
claramente, para desgracia de Jesús, en esta.
Porque me temo que tanto este rasgo, la
vinculación a un pasado que se asume, como el anterior, la complejidad de la
mirada, va contra los tiempos, que estar
a la altura de los tiempos en novela es estar contra el espíritu de nuestro
tiempo. Los dos rasgos mencionados contrastan dolorosamente con estas dos
señas de identidad de nuestro mundo: la simplicidad y la actualidad. El hoy
parece agarrarse a pretendidas verdades romas y sin matices y vivir no en un
presente, sino en una actualidad sin densidad alguna.
Por eso a la hora de escribir una novela
se ha de elegir entre escribirla dentro o fuera de la historia de la novela.
Si se hace lo primero, pretenderá ser una obra, con voluntad de perdurar y de
ser un puente entre el pasado y el futuro. Si se opta por lo segundo, se hará
algo tan actual como falto de futuro.
Sólo quien está dentro de la historia
puede dar un paso adelante, puede decir algo nuevo. Sólo quien ha asumido las
voces del pasado puede encontrar su voz, esa voz que es una perspectiva, única
e insustituible.
Estoy de acuerdo con la idea de Milan
Kundera de que la única razón de ser de la novela es decir lo que sólo la
novela puede decir. Me interesa destacar este punto porque nos va a servir
de puente entre lo que acabamos de ver, los dos elementos esenciales de toda
novela, y la novedad de esta novela. Hoy
día hay mucha novela que podríamos llamar divulgativa, es decir, que comunica
un conocimiento que no es novelesco en un formato novelesco. Si algo
caracteriza esta novela de Jesús es que lo que en ella hay dicho no puede
decirse de otro modo. El que la historia ocupe un lugar importante en ella no
quiere decir que sea una lección de historia. Incluso si se diera en dosis
mayores, seguiríamos estando en una auténtica novela. No hay que confundir el
que una novela explore la dimensión histórica del hombre con el que una novela
ilustre una situación histórica determinada. En el primer caso lo que se hace
sólo puede hacerlo la novela. En el segundo, ese conocimiento podría
transmitirse de cualquier otro modo.
El conocimiento que a lo largo de la
lectura de A quienes la noche no calma vamos a ir adquiriendo sólo
puede ser dicho en forma novelesca. Encontrar eso hoy es menos frecuente de lo
que pudiera suponerse. Y ese conocimiento, como se verá al leerla, está en
consonancia con la manera de sentir, la sensibilidad, que late por
debajo de la superficialidad de nuestro tiempo. La forma de abordar el material
levanta en nosotros resonancias que sentimos como nuevas en la historia, de las
que diríamos que nos ha tocado vivir a nuestra generación, que pertenece a
nuestro punto de vista sobre el mundo, a la porción de realidad que nos es dado
ver desde donde, en el siglo XXI, nos hallamos. Un ejemplo lo tenemos en ese
tratamiento del tiempo que hemos mencionado al hablar del prólogo, esa subversión
de la concepción lineal del tiempo. Otro lo tenemos en la creación de sentido
inherente a las palabras. Cuando vemos a Alberto dudar de su condición de
testimonio objetivo de la historia y creer que ésta se va haciendo con las
palabras de él, nosotros también sentimos que intervenimos en los
acontecimientos, porque nuestra interpretación, nuestra forma de
contarlos y contárnoslos, es una ordenación de ellos, y la narración nos deja a
nosotros, como deja a Alberto, esa libertad de ordenar. Una libertad que es a
un tiempo condena y don.
CONCLUSIÓN
Debutar con una novela así, en fin, no
es sólo sorprender a sus amigos; es también, salvado el prejuicio de que nadie
conocido puede escribir de este modo, procurarnos la alegría que sentimos al
descubrir un nuevo autor del que sabemos que, a partir de ahora, esperaremos
ansiosos el siguiente libro.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
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