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Cuando yo era pequeño, quería
ser detective. Recuerdo un librito, El
manual del perfecto detective, que me enseñó a ocultarme (en realidad,
delatarme) tras un gran periódico o a camuflar mi identidad escandalosamente
tras un sombrero, unas impenetrables gafas de sol y una gabardina con cuello
levantado, así fuera verano o las estrellas titilaran arriba. Frente a una
inmensa casa del pueblo de mi infancia, conocida como La Peña por ser un local
de reunión de socios, pasé algunas tardes escondido entre la vegetación de la
plaza de la iglesia, sin sombrero ni gabardina pero con unas viejas gafas de
sol de mi padre. Mi subordinado, de nombre Paco, vigilaba en un banco tras un
tebeo de Mortadelo la posible e inoportuna llegada de uno de los seis policías
municipales que proferían unas amenazas jamás cumplidas a quien pisara los
jardines. Nuestro objetivo era descubrir pistas para demostrar nuestra
impecable teoría sobre una misteriosa partida de cartas que se había jugado en
la planta superior de La Peña en un tiempo para nosotros legendario, mucho
antes de nuestro nacimiento. Se comentaba que un hombre había perdido todo, su
dinero, sus olivos, su casa, todo, en una emocionante partida con alguien que,
viejo, todavía frecuentaba la enorme casa. Y que, en la desesperación de la
ruina, se jugó algo que los testigos nunca lograron saber, algo que sólo sabían
los dos jugadores y que, como garantía, quedó escrito en un papel que custodiaba
desde entonces el notario. El perdedor volvió a perder y, serio y digno en su
absoluta y enigmática derrota, dijo un Hasta
nunca, señores y nadie lo vio nunca más. Yo le había oído la historia a mi
padre, y mi amigo al suyo, y, a la hora de redactar una lista de casos para
resolver, ambos estuvimos de acuerdo en que el primero, por importancia y por
pura cronología, había de ser ese. Nos costó esfuerzo dar con la solución, que una
tarde de verano se nos reveló mientras, sentados en un banco con una bolsa de
pipas compartida, contemplábamos La Peña. Lo que el perdedor había perdido en
la última jugada había sido su vida. Después de dejarlo en la ruina, el
ganador, que odiaba a su adversario, todavía podía satisfacer un último deseo.
Odiar quiere decir desear la inexistencia del otro. Los dos lo sabían, y, sin
palabras, se entendieron. Uno de ellos lo escribió en un papel y se lo dio al
notario, que jamás lo leyó. El perdedor huyó del pueblo para, fiel a su
promesa, suicidarse lejos de allí sin dejar rastro ni acusación.
Desde donde yo estaba
escondido, podía ver al ganador sentado en una butaca en la puerta de La Peña,
junto a toda una fila de hombres que miraban hacia la plaza. Tendría unos
sesenta años, con un bigote poblado bajo una ancha nariz y unos ojos claros. Entre
la casa y la plaza pasaba un trozo del Paseo y gente caminando lentamente,
recreándose en el andar, fumando o comiendo pipas, que ora subían la calle, ora
la bajaban, Sísifos felices. Cinco butacas a la derecha del ganador, estaba
sentado el notario, un hombre gordo y de aspecto bonachón. Nuestra intención
era descubrir un gesto, una mirada cómplice entre ambos hombres, incluso una
conversación, que demostrara la verdad que nosotros, por pura lógica
detectivesca, habíamos descubierto. Pero ni esa tarde ni ninguna, ni con esa
estrategia ni con otras, logramos nuestro propósito.
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