Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de enero de 2021.
EL VIEJO
Si siempre quiso vivir
en el pueblo no fue por falta de ambiciones o por exceso de comodidad. Fue
porque nada le ha procurado nunca más emoción y le ha enseñado más que salir a
la calle y conocer a cada una de las personas con las que se cruzaba. No
conocerlas por su nombre o su profesión, sino saber de ellas su árbol
genealógico, el trenzado de sus relaciones familiares y amistosas, las
historias de sus abuelos y cómo se conocieron sus padres. Su memoria en primera
persona abarca un siglo, pero sus padres y abuelos y los de sus amigos de la
infancia les contaban historias que habían vivido o les habían contado y que
llegaban, cada vez más desdibujadas, hasta otro siglo atrás. Tener todo eso en
la cabeza hacía del salir a la calle una apasionante aventura llena de hondura
y melancolía. No hay sitio donde los muertos estén más vivos que en una
comunidad así. Tardan mucho los muertos en morirse de verdad, es decir, en
olvidarse, porque la gente que los conoció los sigue viendo en la forma de la
nariz de un hijo o un nieto, en el color del pelo de un descendiente, en un
gesto o en un rasgo de personalidad, y sigue hablándose de ellos, de lo que
hicieron y dijeron, de lo que harían y dirían, como si estuvieran.
Por eso sabe que cuando
él muera morirá su segunda muerte mucha gente de la que solo él guarda
recuerdo. Personas que solo él ha conocido de entre los vivos. Niños que
murieron hace casi un siglo, de garrotillo, de diarrea verde infantil, de un
trágico accidente. Padres que no llegaron a conocer a sus hijos hoy
octogenarios. Hombres y mujeres que eran ancianos cuando él aprendía a leer.
Cierra los ojos en este
pequeño piso de ciudad y recorre mentalmente las calles y las caras del pueblo.
Ve la calle Real y a los vecinos que han habitado cada una de las casas desde
hace un siglo. Padres, hijos, hijos de hijos; cambios de dueños, muertes
trágicas, matrimonios, emigración. Puede pasarse el día con los ojos cerrados y
recordando toda su vida, año por año, suceso por suceso, persona por persona.
Nadie quiere ya
escuchar las historias de un pobre viejo, batallitas de hace casi un siglo. Y
no es por egoísmo por lo que le duele la indiferencia hacia lo que hay en su
memoria, sino por ellos, por todos los que viven en ella y en ninguna memoria
más. Nombres de gente que no serán ya pronunciados cuando él muera, rostros que
nadie describirá, sucesos que explican comportamientos e inquietudes del
presente. Manuel, por ejemplo, que muchos años antes de la guerra leía y
comentaba los artículos de Ortega y Gasset que aparecían en el periódico. Sin
él no se puede entender del todo que el bisnieto de su hermana esté
investigando no sé qué en Nueva York. Así es como el viejo ve a la gente cuando
se la cruza en su imaginación por las calles, con una hondura que se remonta a
veces hasta doscientos años río arriba. Y eso da una sensación vertiginosa del
misterio del tiempo, y de la vida y de la muerte, y una inefable e infinita
melancolía. Y una especial relación de cercanía con los muertos.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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