Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 1 de febrero de 2021.
TUNEAR A KANT
Como esta
pandemia y las medidas para combartirla ponen de manifiesto, nos acostumbramos
con facilidad a algo (al menos a su existencia) con tal de que sea real. Nada
nos parece descabellado si vemos que existe. Podremos considerarlo inesperado,
imprevisible, inédito, pero no ilusorio, salvo en contados estados de ánimo
que, por otra parte, pueden darse sin necesidad de que ocurra nada
extraordinario (son esos momentos metafísicos en que uno se queda mirando un
entorno que se cubre de una pátina de irrealidad). El mundo en el que desde
hace años vivimos es, por supuesto, muy distinto a aquel en el que la gente de
mi generación (nacidos en torno al 70), y no digamos la de nuestros padres,
crecimos. Aunque hay un salto notable entre estas dos últimas, considero que lo
hay de más enjundia entre mi generación y la siguiente. Un amigo lo expresaba
diciendo que nosotros somos del siglo XX. Los de después ya no lo son.
Nos hemos
acostumbrado, pues, a este nuevo mundo como a todo lo que es real. Pero eso no
impide que nos llamen la atención ciertos elementos de él por la diferencia que
introducen. Quiero referirme aquí a uno de ellos, que tiene que ver con la
educación en particular o el conocimiento en general.
Hace
ya su buen puñado de años, en el contexto de una conversación sobre la
enseñanza de la filosofía, alguien dijo que “había que tunear a Kant”. Con esa
expresión quería decir que había que explicar al filósofo alemán de un modo
distinto, adecuado a los nuevos tiempos. Desde entonces he visto la aplicación
de este principio a otros campos, como la música o la arquitectura. ¿En qué
consiste este fenómeno? Téngase en cuenta que no hablo de un menor conocimiento
por parte de quienes tunean una u otra disciplina. No se trata de esa queja repetida
de que “se ha bajado el nivel” y por tanto los que explican al modo nuevo
suplen su ignorancia con manejo de las nuevas tecnologías. Se trata más bien de
que el acercamiento al saber ha cambiado de actitud. Ha desaparecido una cierta
reserva, un punto de contención, una distancia autoimpuesta respecto al objeto
del conocimiento. Por supuesto, antes se bromeaba con él, pero esos chistes
parecían la vía de escape a la seriedad que el trato con la disciplina imponía
al estudiante y al profesor. Hoy, en los casos señalados, la broma es el mismo
medio en el que se imparten las clases, que ahora son vídeos de internet de
youtubers, insisto, formados. No me atrevo a decir que han perdido el respeto
por la materia que comunican, tampoco creo que les falte curiosidad, asombro o
pasión. Es el modo, la estructura, la forma que usan, lo llamativo. Pueden
estar explicando (con el rostro en primerísimo plano, una peluca carnavalera) la
duda metódica, decir continuamente “What a fuck?!” con gestos de fingida alarma
y poner el retrato de Descartes, también tuneado, con bigote y gafas y debajo
la leyenda “El puto amo”. Ni el profesor más guasón de nuestro instituto se
hubiera atrevido a la mitad de eso. La pregunta es: ¿hay algo que estamos
perdiendo cuando se explican así las cosas, algo que afecte a las cosas mismas?
Al fin y al cabo, cada época ha tenido su modo de interpretar y asimilar la
tradición. Y es esta la forma acorde con la personalidad del hombre de hoy:
desenfadado, sin reserva, alejado de corsés y academicismos, presto a bajar del
pedestal cualquier encumbrado autor o idea. Algo sano hay en esta actitud, algo
ligero, desmitificador, pero ¿puede dejar de afectar la forma al fondo? ¿No se
presentan ideas y sistemas como si fueran banales ocurrencias, sin que se
entrevea la hondura que hay detrás y hacia la que habría que apuntar en una
exposición divulgativa? ¿No se ha recurrido a la tradición para desactivar
precisamente su sentido de continuidad? ¿No se ha roto con ella imponiendo
anacrónicamente esquemas de la actualidad a problemas que se dieron en un
contexto cultural muy diferente?
Confieso mi perplejidad ante este asunto, aunque no olvido que la
interpretación se hace desde mi presente, sí, pero buscando al mismo tiempo
entender al otro.
JUAN
FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
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