LA VOZ DE GREGORIA
Soy una voz. Es mucho, si se tiene
en cuenta que morí hace doscientos cincuenta y cuatro años y un puñado de días,
según debe de constar, para curiosos y eruditos, en el registro del Hospital de
Santiago de Úbeda. Así morí en el mismo lugar que me había acogido como Casa-Cuna
trece años antes, cuando según dicen me dejó allí un cosario que venía de
Quesada.
Sin duda perseveré en el ser, por
parafrasear a Spinoza, con asombroso denuedo, porque mi existencia parecía
destinada a asomarse por alguna puerta trasera al siglo XVIII y abismarse a
continuación en el olvido. La naturaleza y la sociedad no escatimaron dones
para ese destino: año 1738, pueblo de Jaén, sexo femenino, nacimiento ilegítimo,
acogida en la Casa-Cuna de Úbeda de la Cofradía de San José y ceguera. Sin
embargo, venciendo ese destino, que es el modo de encontrar el verdadero,
llegué a cumplir los trece años, edad en la que morí, superando con creces a la
de la muerte de todos mis compañeros de Cuna.
Y además, ya ven, queda mi voz,
acaso como compensación a mis desgracias terrenales o quizá como logro de mi
fuerza de voluntad, de la que el prior de Navas de San Juan, aldea a pocas
leguas de Úbeda, decía sentirse impresionado.
Mientras me quede la voz diré su
nombre: Francisco Pedro Martínez. Fue el instrumento con que me cruzó la
providencia para sacudirme la fatalidad de mi condición y buscarme un destino
nuevo y mío. Su voz sonaba transparente y aterciopelada a un tiempo, lejos del
agudo pero sin entrar de lleno en el grave. Era alto, sus palabras me llegaban
de arriba, aunque se agachara como solía para hablarme, cuando no estábamos
sentados. No sé cómo se me ocurrió hacerle la pregunta que cambió mi vida, pero
sin ella es seguro que yo no sería hoy ni tan siquiera una voz.
¿Es
cierto, le dije, que las mujeres, en
la Resurrección Universal, pasarán a ser hombres, perfeccionándose así?
Caminaba junto al Convento de San Miguel, donde había muerto el recién
canonizado San Juan de la Cruz, con el prior de San Lorenzo, y yo, en vez de
pedirles un maravedí, les espeté la pregunta, pero dirigiéndome a esa voz que
tanto me gustó y que me respondió: Eso
supone que la mujer es imperfecta y que el varón no lo es, y se compadece con
la idea de que la naturaleza en la generación busca siempre el varón, y sólo
por error nacen las mujeres. Pero yo no estoy de acuerdo con estas ideas.
Le contesté que yo tampoco, pero que no sabía si era herejía no estar de
acuerdo.
Aunque tenía diez años, sabía muchas
cosas. Tenía por naturaleza una inteligencia viva y despierta, y, como no podía
jugar, pasaba mucho tiempo pensando en lo que oía en las misas y en las
conversaciones de las plazas.
El prior de Navas me respondió que
más bien era herejía sostener la imperfección femenina, y sobre ser herejía era
una manifiesta falsedad, como demuestran tantos ejemplos, y me puso el de doña
Juliana Morella, de Barcelona, que con doce años defendió Conclusiones públicas
en Filosofía, dedicadas a la reina de España doña Margarita de Austria. Supo,
además de Filosofía, Teología, Música y Jurisprudencia, y hablaba catorce
lenguas.
A
mí me gusta mucho saber cosas, le dijo mi ingenuidad, y él se quedó callado
y, pude notarlo, mirándome pensativo. Tal vez intercambió un interrogativo gesto
con el prior de San Lorenzo. Al cabo de unos segundos, me dijo: Si estás dispuesta a aprender, serás mi
alumna.
Las primeras clases fueron muy
espaciadas, una cada quincena, en una dependencia de la iglesia de San Lorenzo.
Me enseñaba Filosofía, Teología y Latín. Puedo decir que aprendí con él, sobre
todo en la primera de estas disciplinas, más que cualquier universitario de
Salamanca o Baeza, porque, sobre explicarme Aristóteles y Santo Tomás, no dejó
de contarme las novedades de Descartes y las polémicas entre novatores y
tomistas que habían tenido lugar en su juventud. Pero lo que más me gustaban
eran los descansos que hacíamos cada hora. No porque estuviera cansada (tenía
tal sed de saber agrandada por los años y la ceguera que jamás me cansaba),
sino porque en ellos hablaba de lo que más me emocionaba: de mi vida. Como si
estuviera hablando con un amigo suyo, relataba sin afectación y hasta con humor
casos históricos de ciegos y de mujeres que habían destacado en alguno de los
campos del intelecto. Me hablaba de Dídimo de Alejandría, de Eusebio el
asiático, de Nicasio de Mechlin o de Tiresias. Y, ya en nuestro tiempo, de
Saunderson, matemático inglés ciego desde la edad de un año, autor de Elementos de álgebra y, sobre todo, de
unas máquinas que permitían a un ciego hacer cálculos algebraicos y estudiar
geometría. Más tarde el prior conseguiría construirlas y enseñarme la
Matemática. También me contaba que en Francia un oculista llamado Himler había
operado a una ciega de nacimiento, hija del grabador del señor de Réamur y que
había un tal Daviel que había devuelto la vista a más de un ciego. Algún día,
me decía con reservas pero confiado, tal vez podría llegar a ver los colores.
La
ceguera, me provocó una vez en uno de esos descansos, contrarresta tu feminidad, porque, si las mujeres tenéis tendencia a
lo concreto, los ciegos la tenéis a lo abstracto, por carecer del sentido de la
vista, tenaz obstáculo para la operación de la abstracción. Yo le contesté
con el ejemplo que él mismo me puso al conocernos, el de doña Juliana Morella. Muy bien traído ese ejemplo, me contestó. Eso demuestra que esa tendencia a lo
concreto que, en efecto, vemos en las mujeres, no se debe a su naturaleza, sino
a su educación. Como te he enseñado en la Lógica, de la carencia del acto a la
de la potencia no vale la ilación. Así pues, de que las mujeres no sepan de
Filosofía no se infiere que no tengan talento para ella. Y más: entre los
Drusos las mujeres son las que saben leer y escribir, mientras los hombres se
dedican a la agricultura y la guerra. Si aplicáramos allí la misma lógica,
diríamos que los hombres son inútiles para las letras.
Los hechos, más que los
razonamientos, tenían para mí más valor probatorio. Por eso le pedía que me
relatara ejemplos de mujeres que habían destacado en algún ámbito de los que se
creía reservados a los hombres. Me habló así, en cuanto al gobierno político,
de Semíramis, reina de los Asirios; de Artemisa, reina de Caria; de pueblos
donde la corona estaba reservada a las mujeres, como antiguamente en la Isla de
Meroe o modernamente en Borneo. Y en cuanto a la inferioridad del entendimiento
femenino, me abrumó con los nombres de doña Isabel de Joya, que predicó en la
Iglesia de Barcelona y que convirtió a muchos judíos en Roma; Luisa Sigéa, que
supo la lengua latina, la griega, la hebrea, la arábiga y la siriaca; doña
Oliva de Sabuco de Nantes, quien destacó en Física y Medicina; doña Bernarda
Ferreyra, quien dejó escritos poéticos y supo Matemáticas; Sor Juana Inés de la
cruz, gran poeta; Susana de Habert, gran conocedora de la doctrina de los
Santos Padres; Madalena Scuderi, a la que todas las Academias querían tener en
su seno; Maria Madalena Gabriela de Montemart, versada en la antigua y nueva
Filosofía; Lucrecia Helena Cornaro, nombrada Doctora en la Facultad Filosófica
en Italia. Meses después me leyó una defensa de las mujeres publicada por el
monje benedictino Feijoo, autor al que a veces sin querer imitaba en sus
expresiones y de donde tomaba algunas de sus ideas sobre nuestro sexo, que no
eran menos avanzadas que las que Madame de Beaumer y Madame de Maisonneuve
expusieron en su Journal de Dames,
algunos de cuyos números el prior conseguiría introducir en España, ya después de mi muerte.
Poco después me llevó a su aldea,
acogiéndome en su casa. Vivía con una tía suya muy anciana. Fue entonces cuando
construyó las máquinas de Saunderson y me enseñó álgebra y geometría. Él decía
estar asombrado de mis progresos, y eso me impelía a aplicarme con más empeño.
Un día, mientras descansábamos de utilizar una de las máquinas matemáticas, y
como yo me quejara de la injusticia que a las mujeres se les hacía en España
cuando se decía que “la mujer que más sabe, sabe ordenar un arca de ropa
blanca”, me respondió con sorna: No te
quejes, que provocasteis la expulsión del Paraíso. Entonces yo le contesté
con algo que debió de dejarlo boquiabierto: si
porque Eva indujo a Adán a pecar, las mujeres son peores que los hombres,
entonces los Ángeles son peores que las mujeres, porque un Ángel indujo a Eva a
pecar. Además, Eva fue engañada por una criatura de gran inteligencia, mientras
que Adán lo fue por una mujer. Por eso el delito de Eva fue menor, y menor aún
cuanto más tonta consideres a la mujer.
Poco después de este episodio, el
prior tuvo que marcharse durante una temporada. Me contó en secreto que iba a
París, donde tenía grandes y buenos amigos, y que allí compraba libros
prohibidos. No hacía falta, concluyó, insistirme en la necesidad de que esa
confesión que me hacía se mantuviera en el más estricto de los secretos. Ni
siquiera su tía debía saberlo.
Sólo después de muerta he entendido
mi creciente desesperación al paso de los días sin su presencia y mi también
creciente consuelo porque cada hora que pasaba estaba una hora más cerca de su
vuelta. Como tantas cosas dentro de mí, como yo misma, esos sentimientos y
otros afines que se daban con ellos murieron sin llegar a desarrollarse y
madurar. También aprendí muchas ideas que sólo entendí después.
Un día irrumpieron en la casa dos
hombres forasteros. La tía del prior les contestó a sus preguntas por el
sobrino, pero ellos les dijeron que todo eso ya lo sabían. Lo que querían saber
era dónde había ido y dónde estaban sus libros. A lo primero respondió que no
tenía ni idea y a lo segundo señalando una habitación contigua que hacía las
veces de despacho. Los dos hombres revolvieron los volúmenes, pero no debieron
de encontrar lo que andaban buscando. Sin
duda, dijeron al cansarse, los tiene
escondidos. Pero quizá esta sepa algo. Entonces mi brazo notó el grillete
de una mano fuerte, y con brutos modales el hombre que me había cogido me
zarandeó preguntándome: Ya está bien de
tonterías, tú sabes dónde ha ido y dónde están los libros. Yo me hice la
muda o la tonta o las dos cosas, pero ellos estaban bien informados. Vendrás con nosotros.
Me sentaron en una silla en una casa
de la Plaza de Arriba. Oí voces de gente de la aldea, a la que sólo conocía de
oídas. Ellos empezaron a interrogarme. Primero cambiaron de persona y de tono,
y fue el otro hombre quien, con los más exquisitos, corteses y franceses
modales, intentó convencerme de que yo era inocente y niña, de que nada me
pasaría si les contaba lo que querían saber, que era algo importante para la
marcha de la Iglesia y del bien público y, por tanto, algo querido por Dios. Yo
había decidido permanecer completamente callada, pero cuando uno de los hombres
de la aldea comentó riendo y en voz baja, creyendo que yo no lo oía, que no hay
mujer que sepa guardar un secreto, le dije dirigiéndome a él: Lo que dices es otra falsedad más inventada
por los hombres, pues la hija de Pitágoras, Damo, recibió de su padre sus
escritos junto la orden de no publicarlos y, aunque su venta pudo sacarla de la
pobreza, jamás la ejecutó. Y además, añadí, se cuenta de una mujer que, llevada a la tortura por el tirano de
Atenas Hippias tras el asesinato de su hermano Hipparco, conocedora de los
nombres de los cómplices, se cortó con los dientes la lengua. Que sería lo que
yo haría si supiera lo que me preguntan estos hombres y no estuviera segura de
resistir sus malas artes.
Debieron de quedarse impresionados o
convencidos de que decía la verdad, y decidieron perdonarme la lengua. La
ausencia de la cual, empero, hubiera soportado mejor que el castigo que me
infligieron, castigo que, por otra parte, no estaba dispuesta a cumplir: me
prohibieron que volviera a ver al prior. Fui enviada de nuevo a Úbeda, y volví
a vagabundear por las calles. Contaba los días que faltaban para la vuelta de
mi bien y confiaba en que volvería por mí. Entonces contraje la viruela y volví
a entrar en el Hospital de Santiago, esta vez como enferma. En una de esas
camas, un uno de mayo, morí de muerte real, porque en mejor cama pero la misma
enfermedad se llevó, con diecisiete años, a nuestro rey “El bien amado”, en la
década anterior a la de mi nacimiento.
Han pasado los años y las gentes. El
prior sufrió mucho mi pérdida y se sintió culpable por haber ido a París
dejándome a merced de sus enemigos. Murió el prior, murió Voltaire y Diderot,
murieron los aldeanos, murieron los hombres que pretendieron que les contara un
secreto. Sic transit gloria mundi.
Otros tiempos sustituyeron a los que yo viví, y otros a esos. Mi voz se fue
haciendo más vieja y quizá más sabia. Mi voz, lo que soy.
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