EL RETRATISTA
Nota. No está de más advertir
del carácter ficticio de este texto. Como no hay ficción que no contenga
elementos reales (ni realidad que no los contenga ficticios), señalaré que gran
parte de sus detalles están tomados de eso que llamamos realidad. Este relato
está escrito al calor del recuerdo de mi abuelo Bartolomé Magaña, y de mis
otros abuelos, a los que me gusta imaginar, cada uno en sus cosas, en esta
mañana de las fiestas de San Juan del año 51.
El
retratista lleva gorra de paño, un buen mostacho y bata oscura de medio cuerpo
sobre el suyo delgado. Parece una copia demacrada de un pintor callejero de
Montmartre. Delante del almacén de Víctor, abre y ajusta las patas del trípode
y coloca sobre él el cajón que le sirve de cámara oscura y de laboratorio
fotográfico. Sus dedos tienen la coloración marrón característica de los
minuteros, causada por los líquidos y la luz del sol. Detrás de una de las
ventanas de La Peña, dos amigos, sentados en sendos sillones, observan la
operación al tiempo que hojean el ABC, uno el de hoy (es martes, 26 de junio de
1951) y otro el número anterior (el del domingo, día de San Juan, pues los
lunes no hay edición).
Hace
un rato que ha terminado el encierro. El retratista se ha asegurado bien de
ello, porque tiene una relación ambivalente con los toros: los teme y le
atraen. Pone oído, mientras coloca las sillas y el paisaje de cartón que él
mismo ha pintado, a la voz que sale de la radio de galena de la taberna. No es
la guerra de Corea lo que le interesa, ni los destrozos del huracán de Lérida,
sino cómo ha estado Paco Ortiz, al que fotografió el año pasado, en la
novillada del domingo en Granada: dos orejas en el cuarto.
Los
dos socios de La Peña hablan de fútbol. El Atlético de Madrid, dice uno de ellos
con retintín mostrando una página del periódico, ha quedado tercero en la Copa
Latina. El otro, colchonero, le recuerda que ha ganado la Liga, y cuenta de
nuevo las circunstancias del partido de la última jornada, que él vio en la
grada. El Atlético tenía que puntuar en el campo de su rival directo por el
título. Encajó un gol, y consiguió empatar. El adversario volvió a marcar… pero
el gol fue anulado. Al final, uno a uno, el Atlético, entrenado por Helenio
Herrera, campeón de Liga. El contrario, un digno Sevilla. El hombre de la Peña
recitó, no pudo evitarlo, la alineación: Marcel Domingo; Tinte, Aparicio,
Lozano; Silva, Mújica; Estruch, Ben Barek (autor del gol), Pérez-Payá, Carlsson
y Escudero.
La
fotografía, el gramófono, el cine, nacieron en el siglo XIX fruto de la alianza
entre una novedosa técnica y un viejo anhelo: atrapar el tiempo que se va,
fijar el huidizo instante. El retratista se quita la gorra y se sienta en la
silla preparada para los clientes, mirando hacia el paisaje urbano de rascacielos
que él mismo ha pintado. Juan Valenzuela y Juan el minero pasan a su lado con
prisa.
Los
hombres de La Peña han cambiado suavemente de conversación. Al decir que el
Lérida ha bajado a segunda división, pasan a hablar del huracán. Instantes
después, y también tras suave transición, recuerdan el reciente terremoto en
Navas, en el que murió, con nueve años, Coco, el hermano de uno de los dos
Juanes que acaban de pasar.
El
retratista piensa en sus cosas y marca con el pie, sin darse cuenta, el compás
de la música de los anuncios de la radio. Cinzano, aperitivo sano. Lo mejor que
hay, Calisay.
En
las terceras de los dos ABC escriben Julián Marías y Azorín. El primero es un
filósofo, el segundo un novelista. La filosofía y la literatura hablan de lo mismo:
del tiempo. Puede que Navas consista sobre todo en eso: el tiempo y su
paso.
El
retratista se ha levantado: cinco amigos negocian con él el precio de una foto
común. Dispone cinco sillas y los sienta en ellas, de acuerdo con un orden que
sigue personales y cuestionables criterios estéticos. Luego mete la cabeza bajo
la manga negra para enfocar. Mientras busca el papel fotográfico, los cinco
amigos se cambian de sitio. Coloca el papel y agarra el disparador. El
pajarito, mirad el pajarito. Aprieta sin darse cuenta del cambiazo. Durante el
segundo de exposición, los cinco amigos, Abundio, Cristóbal, Requena, Jesús y
Bartolo, permanecen inmóviles delante del cartón de los rascacielos. El
retratista sonríe satisfecho. Mira su reloj Omega y dice: En un ratito tendréis
vuestra foto. Introduce la mano derecha en el cajón y sumerge el papel
fotográfico en la bandeja del revelador. Sostiene su sonrisa durante breves
minutos, mientras mueve de vez en cuando la bandeja. Cuando por la mirilla
vigila el revelado, los cinco recuperan sus sitios originales. Con la mano
cambia, tras dejarlo gotear un poco, el papel a la bandeja del fijador. Por
fin, saca el negativo al exterior y lo sumerge en la cubeta con agua que cuelga
del trípode. Lo coloca en la paleta de copias y vuelve a apretar el disparador
para lograr el positivo, mientras los cinco amigos permanecen con una
exageradamente quieta obediencia en sus asientos. Cuando finalmente tiene ante
sí la foto, un gesto de contrariedad sacude su rostro. Incrédulo, mira a los
amigos y a la foto una y otra vez. Los hombres de La Peña sonríen. Uno de los
fotografiados, fingiendo enorme asombro, se lleva las manos a la cabeza al ver
cómo los cinco aparecen desordenados en el papel. El retratista busca una
posible explicación a esa traición de la técnica, y de pronto la encuentra:
¡Los ácidos! ¡Son los ácidos!, grita, ¡Me han engañado con los ácidos!
La
fotografía juega con el tiempo. También Azorín, que remonta los siglos para
recuperar momentos que fueron presente hace mucho tiempo. Como si sólo quedara
lo que pasara. Como si sólo fuera lo que una vez fue. Uno de los lectores del
ABC imagina un hombre que, sesenta y tres años después, lo imagina a él sentado
junto a un amigo, con el periódico entre las manos, contemplando tras la
ventana de La Peña una mañana más de las fiestas de San Juan.
JUAN FERNANDO
VALENZUELA MAGAÑA
Cuento aparecido en la Revista de San Juan en Navas de San Juan, año 2014
!Bravo! Una historia estupenda. AC.
ResponderEliminarGrazie.
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