Artículo aparecido en el Jaén el jueves, 11 de diciembre de 2025.
EL PASEO
Hace ya muchos años
leí unas palabras que dijo Machado al hilo de una entrevista o de una
autopresentación: “Mis aficiones son pasear y leer”. Hoy me pregunto qué fue
del paseo. Se anda, se hacen 10 000 pasos diarios, pero ¿se pasea? Recuerdo que
cuando yo era pequeño la gente, en una estampa hoy inimaginable, recorría la
calle central de mi pueblo, hacia arriba y luego hacia abajo y luego de nuevo
hacia arriba, charlando durante una o dos horas. Era ese un paseo en compañía,
pero también existía el paseo en solitario. Salir a pasear, eso es lo que hacía
Rousseau cuando vivía en París, según él objeto de una conspiración que lo
había apartado de la sociedad: “Heme aquí pues, solo en la tierra, sin más
hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y más amante
de los humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime”. Decidido a describir
el estado de su alma en esa situación, se propone, nos dice en Las ensoñaciones del paseante solitario,
registrar sus paseos y las ensoñaciones que en ellos se producen al dejar que
sus ideas vuelen libremente. En uno de ellos se topó con un gran perro danés
que corría delante de una carroza. Pensó que solo podía evitar ser derribado si
saltaba y el perro pasaba por debajo de él. Pero no pudo hacerlo, y esa fue la
última idea antes del accidente. “No sentí ni el golpe ni la caída ni nada de
cuanto siguió hasta el momento en que volví en mí”. La historia se propagó,
transfigurada, y se esparció el rumor de que había muerto.
Ese carácter de
ensoñación, de libertad de pensamiento, propio del que pasea, lo vemos también
en el curioso libro de Walser El paseo,
en el que el protagonista, un poeta, cuenta lo que ve mientras camina. Su paseo
es despreocupado (“Mientras seguía así mi camino como un buen haragán, fino
vagabundo y holgazán o derrochador de tiempo y trotamundos”) y a la vez atento
a lo que va saliéndole por el camino: un químico del Ayuntamiento pedaleando,
un anticuario y perista enriquecido, una o dos damas elegantes, una librería a
la que entra, así como en Correos o en la sastrería o en la oficina de
Hacienda. Precisamente ante el reproche que le hace en esa institución el
funcionario (“—¡Pero siempre se le ve paseando!”), responde el protagonista: “—Pasear
me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo
vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el
más leve poema en verso o prosa”. Hay algo, dicho sea de paso, que recuerda a
Kafka en los diálogos de este librito.
Un paseante pertinaz
fue Kierkegaard, el filósofo danés para leer al cual Unamuno aprendió su
idioma. Conocía su ciudad, Copenhague, como la palma de su mano, y las facturas
que tenemos de su zapatero muestran tanto el desgaste de sus botas como la
minuciosidad de Joakim Garff en la monumental biografía que le dedica. La
figura del filósofo era reconocible por la calle, primero con su bastón de
bambú y luego con el paraguas. Para Kierkegaard el paseo cumplía varias
funciones. Le servía de comunicación física y social con sus convecinos:
“Contemplo todo Copenhague como un gran encuentro social”. Llamaba a estos
paseos, en los que caminaba con personas a las que se encontraba, como su “baño
de gente diario”. Cogía del brazo a sus interlocutores, lo que contrasta con la
imagen de introvertido que la posteridad luego ha tenido de él. Pero también lo
utilizaba como distracción: “Para soportar un esfuerzo espiritual como el mío,
necesitaba distraerme, distraerme con encuentros fortuitos en calles y
callejones”. Probablemente se veía a sí mismo como un Sócrates danés, puesto
que señala que el ateniense caminaba por la ciudad hablando igual con
curtidores o sastres que con sofistas, estadistas o poetas, con jóvenes o con
viejos, y sobre lo que fuera. Ese interés filosófico que tal asociación sugiere
se une a otro psicológico por las personas que parece también nutrir estos
paseos. Que además servían para alumbrar ideas: “he tenido mis mejores
pensamientos mientras caminaba”. Y eran buenos, dice, para la salud.




