sábado, 16 de agosto de 2025

Delfines

  Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 11 de agosto de 2025.


DELFINES

         Un recuerdo infantil me sitúa en un barco que se dirigía a Ceuta, junto con unos tíos míos con los que veraneé aquel año. En un momento del viaje, vimos delfines acompañándonos. Era la primera vez que veía este animal, y el júbilo con que los mayores lo señalaban indicaba su excepcionalidad para quienes vivíamos en el interior. Es ese viaje infantil lo primero que evoco al pensar en el delfín, que es lo que me propongo hacer en este artículo estival. De hecho, la imagen que tenemos de él es la de un animal simpático e inteligente, que hace las delicias de los niños en los delfinarios.

         A mi mente vienen luego, tan desdibujadas por haberlas leído hace tiempo que tengo que volver a hacerlo, dos historias de la mitología griega. Una de ellas es la historia de Arión, virtuoso de la lira, que ganó el premio en un festival musical en Sicilia, donde sus admiradores lo colmaron de valiosos regalos. Los marineros que lo llevaban de vuelta a Corinto le anunciaron su intención de matarlo para robarle, y, después de intentar infructuosamente que le perdonaran la vida a cambio de lo que tenía, pidió al capitán que le permitiera cantar una última canción. Subió a la proa y, vestido con su mejor túnica, invocó a los dioses con melodías apasionadas. Luego, se tiró al mar. Pero la música había atraído a unos delfines, y uno de ellos lo llevó sobre su lomo a Corinto, llegando antes que el barco. El delfín, que lo acompañó a la corte, murió a causa de una vida de lujo. Cuando llegaron los tripulantes, Periandro, el tirano de Corinto, les preguntó por Arión y ellos le dijeron que se había quedado en Ténaro agasajado por sus habitantes. Periandro les hizo jurar eso sobre la tumba del delfín y luego los enfrentó con Arión. Fueron ejecutados allí mismo.

         La otra es la historia de Dioniso y su alquiler del barco a unos marineros tirrenos que fingían ir a Naxos. Eran piratas, y pretendían venderlo como esclavo en Asia. Dioniso hizo brotar una vid de la cubierta, transformó los remos en serpientes y él mismo se metamorfoseó en león, llenando el barco de animales fantásticos y sonidos de flautas, lo que hizo que los piratas se tiraran por la borda, convirtiéndose en delfines.

         Si en el segundo relato se insinúa una afinidad entre el hombre y el delfín, el primero nos cuenta su gusto por la música y su disposición a ayudarnos. En Plutarco leemos que el delfín “es el único entre todos los animales que por naturaleza tiene para con el hombre una actitud que se corresponde con aquello en pos de lo cual van los mejores filósofos: la amistad desinteresada”. En la misma línea, nuestro Feijoo nos dice que “no produjo la naturaleza brutos de tan noble instinto, ni que tanto se acerquen, ya por amor, ya por imitación de costumbres al hombre”. Esopo tiene una fábula donde un delfín salva a un mono de un naufragio creyendo que se trata de un hombre. Al llegar al Pireo, el puerto de Atenas, le pregunta si es ateniense, a lo que el mono responde que sí, y que tiene padres ilustres; el delfín le dice si conoce el Pireo y el mono le contesta que es íntimo amigo suyo. “El delfín, indignado por la patraña, se sumergió y lo ahogó”. Saque el lector la moraleja. Y sáquela también de otra fábula del mismo Esopo. El león le propuso al delfín unirse, porque el primero reinaba en la tierra y el segundo en el mar. Cuando precisó su ayuda, el león no pudo contar con el delfín, porque no podía salir del agua a socorrerlo en la tierra.

Pero volvamos, para terminar, a Plutarco: el delfín no puede detenerse nunca, por lo que, cuando necesita dormir, se adormece por el vaivén de las olas, y se deja caer boca arriba hasta el fondo, momento en que se despierta al tocarlo y sube rápidamente para dejarse de nuevo caer. Detengámonos en ese adormecimiento por el balanceo de las ondas. ¿No nos recuerda el de una cuna, por ejemplo? ¿Por qué hay un balancín en las jaulas de pájaros desde el siglo XVII? ¿Y por qué en El columpio, el famoso y rococó cuadro de Fragonard, hay representado un delfín?

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 





miércoles, 18 de junio de 2025

El jugo de una anécdota

   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 16 de junio de 2025.


EL JUGO DE UNA ANÉCDOTA

         Ocurrió en el estreno de la primera obra de teatro del dramaturgo Bernstein. La actriz principal estaba charlando con un amigo en el escenario antes de comenzar la función cuando, por un descuido del operario, se levantó el telón sin que nadie lo hubiera ordenado. La actriz se quedó confundida, pero el amigo supo salir del paso actuando como si fuera un personaje de la comedia. “Adiós, señora. Volveré el miércoles para llevarme el reloj”, dijo, y salió de escena, con lo que dio unos segundos para que la actriz se repusiese y comenzara la verdadera obra. El público no notó nada, pero un crítico dijo en su crónica al día siguiente: “No comprendo por qué al principio del drama aparece un hombre que dice va a llevarse un reloj. En toda la obra no vuelve a aparecer, ni se habla en ella del reloj. ¿Cuándo comprenderán los autores que hay papeles inútiles?” Cuando el crítico volvió a ver la obra, el hombre del reloj no apareció por ninguna parte. Así que escribió satisfecho: “Bernstein ha tenido en cuenta mi observación, y ha suprimido el personaje inútil que iba a llevarse un reloj”.

Las anécdotas, como los chistes, hacen guiños sugerentes que solo recogen los que se sienten concernidos por ellas. Unos elegirían unas, otros otras. Si esta, leída en la prensa de hace un siglo, me ha llamado a mí la atención quizá sea por algunos elementos que contienen y a los que soy afín. En primer lugar, el teatro. No me refiero tanto al teatro como género literario, sino al hecho de que exista un espacio de ficción delimitado en el que personas como nosotros están representando, durante un corto tiempo, un papel en una historia. Y a la idea, tan barroca, del mundo como teatro. Pitágoras comparó la vida humana con un festival (nada cuesta trasponerlo al teatro), en el que unos compiten, otros compran y venden en las gradas, y otros contemplan el espectáculo. Los actores solo pueden actuar a cambio de no ver el todo, que requiere la distancia del espectador, que a su vez renuncia a la acción. Esos talantes que miran el mundo en vez de participar en él, a fuerza de mirar, acaban viéndose desde fuera si alguna vez están en situación de actuar. Les cuesta tanto ser espontáneos. Su desdoblamiento llega a darse aun cuando están siendo espectadores, se miran a sí mismos cómo miran a los demás. Me acuerdo también de esa anécdota inventada por Kierkegaard, en la que un payaso anuncia que el teatro está ardiendo y el público ríe y ríe, creyendo que se trata de una gracia. Así, dice el filósofo danés, perecerá el mundo. Hace tiempo que le doy vueltas a la relación entre el teatro y la narrativa policiaca, donde no es raro encontrar funciones teatrales en el núcleo de la trama.

Otro elemento en la anécdota de Bernstein que hace que me interpele es la improvisación del amigo de la actriz. Mientras ella se queda momentáneamente bloqueada, él sale gallardamente del paso. Los adscritos a l´esprit de l´escalier, es decir, los que encontramos una respuesta ingeniosa cuando ya es tarde para emitirla, admiramos por contraste ese ingenio pronto a la réplica.

         Pero hay más. El objeto que ese amigo nombra en su avispada salida no es un objeto cualquiera. Es un reloj. Un objeto cotidiano que mide algo tan tremendo como el tiempo. Uno lo asocia a las vanitas barrocas donde está tan presente, o a las leyendas famosas en ellos, como Tempus fugit o Vulnerant omnes, ultima necat (Todas hieren, la última mata, referido a las horas).

         Todavía hay un último aspecto que me hace interesante la anécdota. Se trata del error en el que incurre el crítico al interpretar como una debilidad de la obra lo que es una improvisación apresurada y al pensar que el autor ha tenido en cuenta su apunte. El crítico saca una satisfacción verdadera de una mala interpretación de las cosas. Como si alguien se enamorara de un interlocutor por internet que mintiera en cuanto a su edad y su aspecto y su trabajo. Me llama la atención que algo irreal produzca un sentimiento real. ¿Qué ocurre en esos casos?

         Juan Fernando Valenzuela Magaña




martes, 20 de mayo de 2025

Tener o ser

   Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 19 de mayo de 2025.


TENER O SER


         Los llamados experimentos mentales consisten en situaciones imaginadas con las que se pretende comprender mejor alguna cuestión que se está investigando. Si un tranvía fuera a matar a cinco personas que están sujetas a la vía pero estuviera en su mano desviarlo hacia otra donde solo moriría una, ¿lo haría? Y si para evitar la muerte de esos cinco tuviera que empujar desde un puente a una persona voluminosa que pararía con su final el trayecto de la máquina, ¿la empujaría? Como se ve, por rocambolesca que sea la conjetura, puede ayudarnos a tomar decisiones reales, como por ejemplo las que se refieren a cómo programar un coche autónomo a la hora de encontrarse con situaciones de riesgo para los ocupantes o los peatones.

         He empezado hablando de experimentos mentales porque en un momento voy a recurrir a uno para ilustrar el asunto del que quiero hablar este lunes: la inteligencia artificial. Entre quienes nos dedicamos profesionalmente a la educación parece haberse instalado una sensación de impotencia ante la facilidad con que estos nuevos recursos pueden ser utilizados impunemente por los alumnos para confeccionar unos trabajos en los que ellos no ponen nada de su parte. Si, por un lado, los exámenes parecen calibrar solo unos datos memorísticos poco significativos  y, por otro, parece imposible controlar la autenticidad de unas tareas que podrían darnos una idea de unas habilidades que ha ido adquiriendo el alumno, ¿qué sentido tiene ya evaluar? El experimento mental al que me refería es la llamada habitación china. Imagine que estoy aislado en un cuarto que dispone de una ranura por la que puede pasar una hoja de papel. Yo no sé chino, pero dispongo de unos manuales que me indican qué tengo que hacer para responder a textos chinos, que son los que me llegan por la ranura. Siguiendo las instrucciones, compongo a mi vez, sin entender nada, una serie de textos que envío por la misma ranura. El chino que está fuera escribiéndome creerá que yo conozco su idioma, cuando lo único que he hecho ha sido seguir unos manuales que me dicen qué tengo que poner cuando me encuentre con unos caracteres determinados. Así funcionaría la inteligencia artificial, recibiendo preguntas o comentarios y generando respuestas u observaciones siguiendo unas determinadas instrucciones, pero sin comprender nada. Es ese el proceso que los profesores tememos que repliquen los alumnos: se les pide que hagan una determinada tarea, utilizan ciertos recursos sin importar y sin conocer el contenido de que se está tratando y envían el resultado que solo tienen que recoger de la ranura del ChatGPT.

         Y, sin embargo, la cosa no es nueva. ¿O no recuerdan aquel viejo dicho: “Sí, él pasó por la Universidad, pero la Universidad no pasó por él”? Me acuerdo a este respecto de un escrito de Luciano de Samósata (siglo II), titulado Contra un ignorante que compraba muchos libros, en el que se burla abiertamente de un personaje que compra libros caros para aparentar una sabiduría de la que carece, como si alguien pretendiera disparar certeramente por el mero hecho de comprar el arco y las flechas de Heracles.

         Tanto en la habitación china como en Luciano lo que se pone de manifiesto, exageradamente, es la diferencia entre apropiarse de un conocimiento, hacerlo parte de nosotros, y simplemente manejarlo o exhibirlo. Platón, que entendía la educación como una conversión, como un cambio que transformaba a la persona, cuenta en uno de sus diálogos por boca de Sócrates una historia. Un dios egipcio llamado Theuth presentó al rey de Egipto Thamus las artes que había descubierto, como el número, el cálculo o la astronomía. El rey hacía observaciones a favor o en contra. Al llegar a la escritura, otra de sus innovaciones, el dios la presentó como un “fármaco de la memoria y de la sabiduría”, a lo que el rey contestó diciendo que lo que provocaría, más que memoria y sabiduría, sería olvido y apariencia de sabiduría, porque “fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera”. ¿Qué hubiera dicho si el dios le hubiera presentado algo como internet o la inteligencia artificial?

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 

 



miércoles, 23 de abril de 2025

Risas (II)

  Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 21 de abril de 2025.


RISAS (II)


         Hablábamos de risas en el anterior artículo, y quedábamos en hacerlo en este de los que no se ríen nunca. El ejemplo clásico romano más conocido es Marco Licinio Craso (II a.C.), aunque en puridad sí llegó a reír en una ocasión, que tiene cierta similitud con las que mataron de risa a Crisipo y Filemón y que vimos en el pasado artículo. “Pero esa única excepción”, dice Cicerón, “no impidió que lo llamasen agelastos”, es decir, el que no se ríe nunca. Había un oráculo en Grecia, el oráculo de Trofonio, ubicado en una cueva, del que la gente salía con una expresión de seriedad sobrecogedora debido a lo que allí dentro había experimentado. Llevaban entonces al individuo a un trono llamado de Mnemósine (“memoria”) para contar lo visto y aprendido, y después a un edificio donde ya había estado antes de estar listo para visitar el oráculo. Según cuenta Pausanias, que no habla de oídas porque estuvo él mismo allí, todavía el sujeto está “preso del temor e inconsciente todavía tanto de sí mismo como de los que están cerca”. Después, añade, “recobrará todas sus facultades y le volverá la risa”. Es verdad que se cuenta de un tal Parmenisco cuya pérdida de la capacidad de reír parecía permanente (lo que lo obligó a consultar el oráculo de Delfos, de oráculo en oráculo iba este tipo), pero luego acabó riendo. Sin embargo, parece ser que existía también la idea de que quien salía de esa cueva nunca más volvía a reír, como puede leerse en Feijoo.

         La palabra griega agelastos la utilizó Rabelais, quien desconfiaba de quienes no reían y cuya literatura es alegre y divertida. Acuérdense en este sentido de aquel monje medieval de El nombre de la rosa y su campaña contra la risa. Esa magnífica novela está tan vinculada al asunto que nos ocupa que ya he oído en más de una ocasión llamarla El nombre de la risa.

         Pero no cerraremos el tema quedándonos con el mal sabor de boca que la gente seria y sombría nos pueda provocar, sino contando unos chistes con la solera que los siglos otorgan.

Recurriré a la recopilación de chistes de la antigüedad llamada el Philogelos  (“amante de la risa”). «Un lumbrera, un calvo y un barbero que iban de viaje acamparon en un lugar solitario. Acordaron que cada uno de ellos se quedaría despierto en turnos de cuatro horas para proteger el equipaje. Cuando le tocó al barbero hacer la primera guardia, para pasar el rato le afeitó la cabeza al lumbrera y, terminado su turno, lo despertó. El lumbrera se rascó la cabeza al despertar y se encontró con que no tenía pelo. “Pero qué idiota es el barbero —dijo—. Se ha equivocado y ha despertado al calvo en vez de a mí”». Aclaremos que el calvo es una figura cómica muy socorrida para los romanos y que la del lumbrera protagoniza muchos chistes de esta recopilación. ¿No nos recuerda también la estructura del chiste a la de aquellos que comienzan hoy con “Un francés, un inglés y un español…”? Otro con el mismo personaje del intelectual falto de sentido común dice así: “Un lumbrera se cruza con un conocido y le pregunta: “¿Quién murió, tu hermano gemelo o tú?”” También hay chistes de leperos de la época, que eran los de Abdera (también los de Sidón y Cime, todas ciudades del Mediterráneo oriental). Ejemplo: «Un hombre de Abdera, al ver a un eunuco charlando con una mujer, preguntó a otro si era la mujer del eunuco. Cuando el otro hombre comentó que un eunuco no podía tener mujer, él dijo: “Entonces será su hija”».

Los chistes son como monedas que intercambiamos y que se metamorfosean poniendo como protagonistas a quienes más nos conviene. Hasta mi infancia llegó uno que tenía como personaje principal a Quevedo, pero ya en época de Feijoo (siglo XVIII) se contaban chistes sobre él, como aquel en el que, estando en un corrillo y viendo cómo se burlaban los demás del tamaño enorme de su pie, dijo que había allí otro mayor. Los demás se observaron los pies y, como vieron que todos eran menores, le dijeron que mentía. En absoluto, respondió Quevedo, y sacó el otro pie, que tenía apartado y que, en efecto, era más grande.

Juan Fernando Valenzuela Magaña



jueves, 10 de abril de 2025

El ánfora

 Texto publicado en la revista de San Juan, 2017


 

EL ÁNFORA

 

         Aprovecho estas páginas para retirar públicamente de uno de nuestros vecinos el baldón que sobre él he vertido en los últimos meses. Aunque todos me conocéis y la mayoría sabéis a qué me refiero, el desenlace de la historia ha ocurrido hace tan poco que, pese a mi interés por divulgarlo, es ampliamente desconocido. Así que contaré lo ocurrido desde el principio, para que el lector se convenza de la probidad del acusado (el pobre Antonio) y juzgue de la mía.  

         Me llamo Juan y, tras jubilarme, quise retirarme a las calles de mi infancia, que poco han cambiado desde entonces. He sido, lo sabéis, un hombre importante y he vivido en las ciudades más influyentes del planeta, desde Nueva York a París. Alguien como tú no puede esconderse en ningún sitio, me dijo un ministro en una recepción real. Se equivocaba. Basta retirarse, dejar de querer estar en primera fila, para que se olviden de inmediato de ti.

         Un domingo por la tarde asistía a la misa de las ocho. En la iglesia donde fui bautizado, donde hice la primera comunión y donde me confirmé, la homilía del cura hacía de bajo continuo de mis recuerdos y pensamientos. En mi infancia tuve una intensa fe que ahora vuelve, al final de mi vida, en el mismo templo donde comenzó. Miraba el mural de Baños en el que San Juan Bautista predica a un grupo de hombres y mujeres, bajo la figura de Dios y el Espíritu Santo rodeados de ángeles. Volvían con nitidez mis días de niño y mi cálida fe de entonces, aunque lamentaba que no lo hiciera también mi vista, que empezaba a fallarme: no veía bien la palma del martirio (el que San Juan habría de sufrir) que uno de los ángeles sujetaba, ni el ánfora junto a la mujer en la esquina inferior derecha, los dos detalles que, con el caballo, más me habían impresionado de niño. Es verdad que no estaba en los primeros bancos, sino a la altura donde se ha puesto recientemente la pequeña cámara acristalada que guarda el fragmento de misal medieval que constituye el mayor tesoro de nuestra iglesia y de nuestro pueblo. Siempre ha estado, como sabéis, en un armario de la sacristía, pero ahora se había decidido mostrarlo a los fieles y a los pocos turistas que pudieran venir. Yo recordé el robo del Códice Calixtino y pensé si nuestra joya tendría la protección adecuada.

         Por ello, al terminar la misa, entré en la sacristía. Hacía cincuenta años que no había vuelto a ver la amplia mesa, con el solemne crucifijo sobre una piedra pisapapeles, la inmensa cajonera donde se guardaban las prendas sacerdotales, las sillas de alto respaldo donde una vez confesé a mi sacerdote que quería ser misionero. Ahora, de pie, confesaba otra piadosa intención.

         ―Me preguntaba si las medidas de seguridad del fragmento de misal son las adecuadas. Yo podría ayudar económicamente si no es el caso.

          ―Se lo agradezco mucho, Juan. Pero precisamente hemos cambiado de empresa por ese motivo. Han instalado un sistema de alarma nuevo. No obstante, nos vendría bien una aportación para Cáritas.

           ―Delo por hecho.

         Días después, una mañana fría de noviembre, rezaba en un banco del fondo de la iglesia. No había nadie más. Entonces lo vi entrar. Era Antonio, nuestro vecino desaparecido hacía un año. Todos pensábamos que el alzheimer lo habría desorientado en un paseo por el campo y habría caído en un pozo o en el fondo de un barranco. Pues bien: allí estaba, con un largo vestido oriental, mirando desconfiado en derredor. Los dientes eran desproporcionados, como si se hubiera colocado una dentadura de juguete que le quedara grande. Envuelto en la penumbra del fondo, no me había visto, pese a que me levanté e hice ademán de decirle algo. Entonces se acercó a la puerta del fragmento del misal, sacó una llave de su bolsillo y penetró en el interior de la cámara. Salió con él bajo el amplio y colorido vestido, cruzó la iglesia y se marchó. Me quedé petrificado, incapaz de reaccionar. Cuando lo hice, fui corriendo tras él. Pero al salir a la plaza, solo había unos niños jugando a la pelota. Dijeron que no habían visto a nadie. Corrí al interior y fui a la cámara. La puerta estaba cerrada, pero la llave no estaba echada. Entré y sonó una alarma que expandió su estridencia por todas las calles del pueblo. Sobre la mesita donde se exponía, faltaba nuestro tesoro.

         Aunque al principio recayeron sobre mí algunas sospechas, mi pregunta a los niños demostraba que yo no tenía intención de robar nada, pues no me hubiera hecho notar tan alegremente antes de cometer mi fechoría. Tampoco habría un motivo económico, aunque sí pudiera haberlo coleccionista (a los ricos se nos tiene por personas capaces de pagar una fortuna por un cuadro que nadie más que nosotros podrá ver por tratarse de una pintura robada). Por último, yo conocía la existencia de la nueva alarma y no iba a dejarme atrapar por una trampa que el cura me había explicado. Tras describir una y otra vez lo que había visto, la cara grotesca de Antonio con sus dientes enormes y el vestido colorido del que di mil detalles, me creyeron y se pusieron a buscarlo con el mismo resultado de  un año antes. Quedaba por explicar cómo se había hecho con una copia de la llave y por qué no había sonado la alarma.        

         Esta última duda me la aclaró el cura poco después. Me hizo pasar al antedespacho, esa salita dentro de la sacristía en la que hay un sofá, dos sillones, una mesita baja y el boceto del mural del altar mayor. Me acerqué a él y, después de buscar inútilmente el ánfora y de constatar la ausencia de la cruz en la mano de San Juan, dije: ― Usted dirá.

            ―¿Qué piensa usted que pasó?

         Yo había urdido una conjetura:

         ―Se trata de un robo, de un robo largamente preparado. El alzheimer era falso, quiso que se le diera por muerto y, un año después, disfrazado grotescamente con un vestido y con unos dientes comprados en los chinos, robó el fragmento del misal. Sin duda quiso cerciorarse de que no había nadie antes de entrar del todo, pero la penumbra del fondo me ocultó. En cuanto a la copia de la llave, debió de hacerse de algún modo con la original y devolverla a su lugar. Lo que no entiendo es por qué no sonó la alarma. Conmigo sí lo hizo.

         ―A eso puedo responderle. Si la alarma sonó cuando usted entró es porque alguien había entrado ya antes.

             ―¿Qué quiere decir?

         ―Me lo han explicado. Este sistema funciona a partir de la primera detección de movimiento o calor corporal por el sensor. Se instala, hay un primer reconocimiento y a partir de ahí salta la alarma a la menor ocasión. Es cierto que nos lo dijeron antes de instalarla, pero ni el que la instaló ni nosotros entramos para que la alarma quedara, digamos, activada. Tal vez él pensó que lo haríamos nosotros en el momento en que consideráramos oportuno y nosotros, o por lo menos yo, pensé que lo había hecho él. Pero, en efecto, ninguno lo hizo. Así que cuando entró el ladrón la alarma no sonó. Cuando lo hizo usted, estaba ya activada.

         Hubo un silencio, en el que el cura parecía debatirse interiormente. Había algo que dudaba si decirme o no. Finalmente se decidió.

           ―He recibido una carta anónima.

           ―¿Una carta?

         ―Sí, con matasellos del pueblo. De algún vecino, probablemente. No dice mucho, solamente que tiene una hipótesis sobre el robo muy rocambolesca pero fácil de confirmar o de refutar. Tendría usted que ir al oftalmólogo.

           ―¡Por favor! Eso ofende.

         ―Le aseguro que el remitente no duda de su buena fe. No explica su hipótesis, pero incluye en su carta una nota para el oftalmólogo. Aquí la tiene. La decisión de ir o no es suya.

         La nota decía:

         “Tomografía por emisión de positrones. Flujo sanguíneo en los lóbulos occipital y parietal. Surco temporal superior. Recuerde a Charles Bonnet.”

         Tras unos días dando vueltas a la nota entre mis dedos, pedí cita a mi oftalmólogo. Le conté todo lo referente al robo y le entregué el papel. Se quedó sorprendido y me hizo todo tipo de preguntas y pruebas. La hipótesis del remitente, aunque descabellada, era cierta. Tengo el síndrome de Charles Bonnet. Suele darse en pacientes con gran deterioro de la visión, pero también puede aparecer en gente que todavía ve relativamente bien, como yo, si están afectadas zonas superiores del sistema visual. El caso es que se pueden tener alucinaciones complejas, especialmente de personas. No es una enfermedad psiquiátrica, sino oftalmológica. Las alucinaciones no suelen ser amenazantes. Incluso pueden ser inspiradoras. Hay una paciente poeta, me contó el médico, que las utiliza. Habla de las visiones que le proporciona “el ángel de las alucinaciones”.

         Así que bien pudo ser que, como piensa el remitente misterioso, tuviera una alucinación cuando vi a Antonio. El vestido exótico y los dientes desproporcionados son característicos en esa clase de alucinaciones. La falta de interacción que hay en ellas explica que no se diera cuenta de que yo estaba ahí. El fragmento del misal, entonces, ya había sido robado cuando yo entré a la iglesia.

          Inmediatamente hablé con el cura.

         ―El misterioso remitente ha resultado ser un lince ― le dije―. ¿Proponía también un autor del robo?

         ―Solo decía que, de ser cierta su hipótesis, como lo ha sido, las sospechas recaerían sobre alguien que supiera que la alarma no sonaría en la primera ocasión. El operario, el sacristán o yo.

               ―Si hubiera sido usted habría roto la carta.

             ―¿Y arriesgarme a que el remitente tuviera una prueba contra mí? Si hubiera sido yo, me habría comportado como lo he hecho ― y calló unos segundos para crear la expectación que calmó diciendo: ― Pero no he sido yo. Tampoco el sacristán, confío plenamente en él. Así que…

         No había tenido más alucinaciones hasta ayer. Mientras asistía a misa y miraba la obra de Baños, vi réplicas de las personas que escuchaban a San Juan Bautista y del ánfora, réplicas en miniatura, que se movieron y se salieron del mural situándose junto al sacerdote y los monaguillos. El ángel de las alucinaciones, me dije. Me acompañará en este retiro del ruido del mundo.

         En cuanto al remitente de la carta, con curiosidad busco una mirada, un gesto, que revele la perspicacia del vecino que la escribió.

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

Un cuadro perdido de Adolfo Moreno Sanjuán

 Publicado en la revista de San Juan, 2024

UN CUADRO PERDIDO DE ADOLFO MORENO SANJUÁN

            Caminaba por la estrechez de las callejuelas del Marché aux Puces de París con la sensación de habitar un sueño ajeno. En las tiendas había oxidados relojes parados en una hora de los años cuarenta, mesas dieciochescas que el tiempo había noblemente encarecido, canicas sobadas un siglo atrás con ilusión por unas manos infantiles que el tiempo fuera cuajando, cuarteando y finalmente borrando, un par de guantes de tela ajada con la memoria de unas manos femeninas, de dedos largos y pintadas uñas, un humilde sillón roto por todas partes, moldeado por el cuerpo cansado que noche tras noche, año tras año, se hundía en él, cartas que deseaban un buen aniversario, un feliz 1905, una rápida curación, o que contaban las pequeñas cosas de la vida, los estudios del hijo, las vacaciones en el mar, el lugar de una cita secreta. Cosas que durante un tiempo colmaron la vida de alguien y que luego el polvo de la amnesia fue cubriendo hasta enterrarlas. Y, entre todas ellas, inverosímilmente, allí estaba el cuadro.

            Lo había pintado Adolfo Moreno Sanjuán y estuvo expuesto en el Salón de Otoño de Madrid el año 1952. Se encontraba en paradero desconocido, pero yo lo conocía por una fotografía del catálogo. Mi interés se debía a que el pintor había nacido en Navas de San Juan, el 24 de diciembre de 1888, aunque creció en Castellar gracias a una permuta de su padre con otro maestro de escuela. Fue un niño enfermizo y con una memoria visual extraordinaria. En 1907 llegó a Madrid para hacerse pintor. Diez años después, ante la inseguridad del mundo del arte, obtuvo una plaza de funcionario. Durante el resto de su vida seguiría pintando e intentando hacerse un hueco en la vida artística, aunque su carácter poco intrigante y renuente a pedir favores y quizá su propia pintura, que él mismo califica de “modesta” y “discreta”, hará que su carrera pictórica sea más bien gris. Pero, pese a todo, la tuvo, y expuso en distintos Salones de Otoño y en la galería Pereantón. Ahora tenía ante mí ese Retrato, que en su día estuvo en la sala II del XXV Salón de Otoño. Una mujer sentada en un sillón parece mirar, soñando o pensando, al interior de sí misma.

            Los relojes, las mesas, las canicas, los guantes, el sillón, las cartas y el propio cuadro, aun maltrechos y aislados, se sublevaban contra el tiempo y su olvido, y su indócil grito ahogado, su onírica insumisión, desenterraba instantes de entre los años. Como si me dijeran: No es lo mismo haber vivido que no existir nunca. Como si lo que una vez fue vivo viviera de algún modo para siempre. Como si la eternidad fuera haber vivido un día.                       

                                                 Juan Fernando Valenzuela Magaña