viernes, 8 de noviembre de 2024

Asnos (II)

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de noviembre de 2024.


ASNOS (II)

 

        Hablábamos de asnos. Recordábamos a Platero, al rucio de Sancho y al asno de oro de Apuleyo. Y mencionábamos al final el asno de Buridán. Con este nombre se conoce una paradoja filosófica que podemos expresar como sigue. Si un asno tiene ante sí dos haces de heno exactamente iguales y a la misma distancia, morirá de hambre al no poder preferir uno a otro. Como se ve, se trata de uno de esos experimentos mentales que tanto juego dan. Este tiene que ver con la libertad y con lo que la razón nos aporta a la hora de elegir. Pero ya Aristóteles, muchos siglos antes de Buridán (que era un filósofo escolástico del siglo XIV), lo planteaba en un contexto cosmológico, hablando del equilibrio físico de la Tierra entre elementos iguales, si bien llegó a aplicarlo, por similitud, a las motivaciones iguales, en el sentido en que lo conocemos hoy. Y aquí tenemos uno de esos pequeños misterios que tanto cuesta desentrañar. Si consultamos la Wikipedia, leemos en la entrada “Asno de Buridán”: “Ya Aristóteles, en el De Cælo, se había preguntado cómo un perro confrontado con dos cantidades idénticas de alimento podría comer”. ¿Así que el asno fue primeramente un perro? Voy al libro mencionado, Acerca del cielo, y leo: “y el (argumento) del (es decir, del hombre) que padece terriblemente de hambre y sed pero que dista lo mismo de los alimentos y de las bebidas: éste, en efecto, se dice que forzosamente permanecerá quieto”. ¿Dónde está aquí el perro? ¿Y dónde las “dos cantidades idénticas de alimento” puesto que se habla de comida y bebida? Pero, entonces, ¿de dónde ha salido el can? ¿Por qué la Wikipedia no habla de un gato o una gallina? Consultando el Diccionario de Ferrater Mora, un clásico entre los diccionarios de Filosofía, veo que quien usó el perro fue… ¡Buridán!, comentando precisamente el De Cælo de Aristóteles. Así que, con toda probabilidad, en algún momento el perro saltó hacia atrás unos diecisiete siglos para ladrar su desesperada indecisión en un libro del discípulo de Platón. En cuanto al asno… no he conseguido encontrar una referencia anterior (aunque estoy seguro de que las hay) a la que aparece en la Ética de Spinoza, ya en el siglo XVII. Curiosamente, él dice “asna de Buridán”, y no “asno”. Supongo que en aquel tiempo ya estaba asociado definitivamente el animal y el filósofo escolástico. Del asno, por cierto, dijo Aristóteles (y así cerramos el círculo) en Investigación sobre los animales que es frugívoro y herbívoro y que “es de todos los animales el que resiste menos el frío”. También nombra a sus enemigos. El pico, por ejemplo, porque el asno se rasca las heridas en los espinos, y por ello y por sus rebuznos, “tira los huevos y los pollos, pues de miedo éstos se arrojan fuera”; por ello el pájaro “vuela contra el asno y le pica las heridas”. Y el kolotes, especie de lagarto, duerme en el establo e introduciéndose por las fosas nasales del asno le impide comer. Como apéndice en este párrafo dedicado al burro y la filosofía señalaré que los pitagóricos decían que este animal es el único desvinculado de la armonía, y por ello es sordo al sonido de la lira.

        Muchos son los asnos que generosos lectores del anterior artículo me han recordado, pero pondré fin a mi evocación de este animal con un cuento muy conocido, que puede leerse en El conde Lucanor. Un padre y su hijo van con su burro al mercado y, al cruzarse con unos hombres, oyen cómo comentan que no debían de ser muy juiciosos cuando van a pie y la bestia sin peso. Así que el hombre dice a su hijo que se monte y otros con los que se cruzan critican que el anciano vaya a pie y el mozo, más fuerte, sobre el animal. Invierten entonces los papeles, pero de nuevo son censurados por otros con el argumento de que el padre, acostumbrado a los duros trabajos, va cabalgando mientras que el joven, todavía no hecho a las fatigas, va a pie. De modo que se sube también el hijo y, yendo los dos montados, advierten cómo otros hombres desaprueban su actitud diciendo que no deberían echar tanto peso a un animal tan flaco y débil. Piense el lector y saque la moraleja por sí mismo.

        Juan Fernando Valenzuela Magaña



Fotografía de Francisco Rodríguez Parejo

miércoles, 9 de octubre de 2024

Asnos (I)

    Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 7 de octubre de 2024.

                


ASNOS (I)

 

       No sabría decir en qué momento dejamos de verlos por nuestras calles. Calculo que fueron haciéndose menos frecuentes en los años ochenta, escasos y raros en los noventa y prácticamente inexistentes en el nuevo milenio. Tenían algo tierno en su envergadura y humilde en su entrega, aunque es posible que nuestra mirada estuviera condicionada por la de Juan Ramón Jiménez hacia Platero (“Platero es pequeño, peludo, suave”). Este es uno de los burros que primero aparecen cuando cierro los ojos y convoco este animal. Otro es el rucio de Sancho Panza. Cuando dijo a don Quijote que pensaba llevar “un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie”, el ingenioso hidalgo no consiguió recordar ningún caballero andante que hubiera traído “escudero caballero asnalmente”, pero, aun así, accedió a que lo llevase, “con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase”.  Los aficionados al Quijote recordarán la que se trae Cervantes con el rucio. En la edición príncipe el asno desaparece sin que se relate cuándo y cómo y vuelve a aparecer sin que tampoco se refiera cómo Sancho lo ha recobrado. La explicación más probable es que Cervantes suprimiera el pasaje del robo del animal pero luego no eliminara ciertas referencias a ese episodio. En la segunda edición sí se cuenta cómo Ginés de Pasamonte hurtó el jumento y cómo lo recuperó Sancho.

       Es curioso que el tercer asno que mi memoria evoca también sufre del despiste de su creador. Me refiero al protagonista de El asno de oro, de Apuleyo, escritor latino del siglo II. Debo su deliciosa relectura estos días a la redacción de este artículo, y también el asombro con que he comprobado su modernidad. Como en el Quijote,  en esta obra vemos historias dentro de la historia, peripecias maravillosas y, si sustituimos los dioses que en ella aparecen por motivos psicológicos o consideraciones metafísicas, podría haber sido escrita después del siglo XVII y aun en nuestros días. El protagonista, llamado Lucio, es transformado por error en un asno (quería convertirse en ave) y antes de poder volver a su apariencia normal (algo que conseguiría masticando unas rosas) la casa donde estaba es asaltada por unos ladrones que se lo llevan. La vida de tormento que lleva a partir de ese momento tiene, no obstante, el consuelo de “ver satisfecha mi curiosidad natural, observando cómo todo el mundo, sin tener para nada en cuenta mi presencia, hace y dice lo que le apetece”. La curiosidad también marcará a Psique en el famoso cuento que relata la vieja que cuida a los ladrones a una joven de ilustre familia raptada por ellos. Precisamente cuando esta doncella y el burro intentan escaparse sin éxito, acaece una escena impactante por su sarcasmo, su truculencia y su crueldad. Los ladrones debaten sobre el castigo por el intento de fuga. Uno dice que se queme viva a la joven, otro que se arroje a las fieras, hasta que uno de ellos, apelando a “nuestra mansedumbre individual” y a “mi personal moderación”, propone degollar al asno, vaciar del todo sus entrañas, “encerrar desnuda en su vientre a la joven” y coserla quedando fuera solo su cara, para poner el resultado sobre una roca tostándose al sol, de modo que los gusanos desgarrarán sus miembros, el sol la quemará, los perros y buitres le arrancarán las entrañas; aun en vida, sufrirá un olor nauseabundo, no podrá comer, no tendrá siquiera las manos libres para matarse. No será esto (tan tarantiniano, y perdón por la aliteración) lo que ocurra, y las peripecias de Lucio en forma de asno continuarán. Un asno que, y este es el despiste a que me refería, en un momento tiene la piel dura propia del animal y en otro “una fina membrana de sanguijuela”.

       Platero, el rucio de Sancho y el asno latino: tres burros literarios. El siguiente que mi memoria me trae es filosófico, el asno de Buridán. Pero, junto con algunos más, tendrán que rebuznar en el próximo artículo.

 

        Juan Fernando Valenzuela Magaña

 


miércoles, 17 de julio de 2024

Un apunte sobre la mentira

        Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 15 de julio de 2024.


UN APUNTE SOBRE LA MENTIRA


Hay cuestiones en las que parece que tanto una afirmación como la opuesta están cargadas de razón. Así, alguien destaca la diferencia existente entre nuestra vida y la de un hombre del siglo XIX, y no digamos la de un griego del siglo V a.C. Y entonces otro se planta y le replica que, en realidad, siempre es lo mismo, las mismas alegrías, las mismas preocupaciones, las mismas pasiones, los mismos errores, las mismas generosidades, porque nada hay nuevo bajo el sol, tampoco esto que estoy diciendo, ni lo que tú acabas de decir. ¿En qué quedamos, entonces? Probablemente ambos se complementen, y, sobre un fondo humano que se repite (y que es la base de que podamos entender el pasado) hay enormes cambios de perspectiva sobre el mundo (y que es la base de la dificultad que a veces tenemos para entender el pasado). También habrá espejismos, me temo, situaciones en las que creemos erróneamente comprender una época.

        Este exordio viene a cuento de los bulos y manipulaciones de los que hoy tanto se habla. Por un lado, el primero de los interlocutores diría que esto nunca se había visto antes, que jamás la mentira fue tan palmaria y estuvo tan extendida con tamaño descaro. Pero el segundo de los interlocutores del párrafo anterior podría decir que siempre ha habido enormes e interesadas falsedades, y poner ejemplos como el del emperador Septimio Severo, quien para legitimar su poder extendió la falsa noticia de que era el hermano perdido de Cómodo. Así que intentemos articular la misma solución que intentaba dar a cada uno su parte de razón.

En efecto, encontramos la mentira política a lo largo de la historia, como un arma más del poder. Pero si atendemos a la siguiente anécdota detectaremos diferencias en el tiempo. En los años veinte, el político francés Clemenceau conversaba con un representante de la República de Weimar sobre la interpretación que podía hacerse de la Primera Guerra Mundial. ¿Qué dirán los futuros historiadores?, se le preguntó. Clemenceau contestó: “Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania”. ¿Se atrevería alguien a sostener eso hoy? Lo nuevo de la actual mentira, la llamada posverdad, parece ser su extensión a través de las redes sociales, su unión con el populismo y sobre todo su desprecio por la verdad. Así como la hipocresía es un tributo a la virtud, la mentira tradicional lo es a la verdad. El mentiroso de toda la vida cree en la verdad, pero la oculta y la sustituye, normalmente para obtener un beneficio (San Agustín distingue ocho tipos de mentira, y solo uno de ellos se justifica por la mentira misma, por el placer de engañar; los demás buscan un fin distinto del engaño mismo). En cualquier caso, el mentir presupone que hay una verdad. Pero la mentira actual, si decidimos seguir llamándola del mismo modo, no es lo opuesto a la verdad, es otra cosa. Se ha roto la dicotomía entre verdad y mentira, o no importa nada, y lo que se dice es una construcción, mediada por la emoción. Las raíces de esto podemos verlas en la llamada posmodernidad o en general en una postura escéptica en cuanto a la posibilidad de ser objetivo. El peligro, a mi juicio, estaría en una desconexión de la realidad. La realidad es lo que nos resiste y la verdad consiste en tenerla en cuenta. Que lo verdadero (o lo mentiroso, ¿ven cómo es lo mismo?) sea ahora una invención, una fantasía, significa que el espíritu del tiempo es narcisista, que no admite límite alguno externo al capricho del individuo. Un tiempo adolescente en el que las imaginaciones del ego se toman como sólidas realidades… hasta que uno se cae con todo el equipo (“este mundo imaginario no nos sirve a ninguno de nosotros como residencia permanente”, dice Harry G. Frankfurt en su estudio sobre la verdad). La verdad, además de con la realidad, está relacionada con la racionalidad. También, en la medida en que la realidad nos limita y nos hace darnos cuenta de nosotros mismos, con la identidad. Demasiadas relaciones para no inquietarnos por una quiebra en su concepción.


        Juan Fernando Valenzuela Magaña




martes, 16 de julio de 2024

jueves, 20 de junio de 2024

Perros (III)

  Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 17 de junio de 2024.


PERROS (III)

 

Acabábamos el artículo del pasado mes mencionando una inquietante cabeza de perro que había acudido a mi memoria. Hablaré de ella. Szymborska, la escritora polaca galardonada con el premio Nobel, tiene un poema basado en un polémico experimento. Antes de una película a la que ella asistía, se proyectó un vídeo en el que una cabeza de perro cortada conectada a un aparato reaccionaba a distintos estímulos. Fiel cabeza de perro, / bondadosa cabeza de perro, / cuando la acariciaban, entornaba los ojos / creyendo  que era todavía parte de un todo / que encorvaba el lomo bajo una caricia / y meneaba la cola. He buscado información sobre el asunto y, en efecto, existe un documental grabado en 1940 en el que un grupo de científicos soviéticos experimentan con la reanimación. Primero consiguen que el corazón de un perro vuelva a latir sobre una bandeja, luego que una cabeza de perro separada del cuerpo se mueva ante determinados estímulos (esa es la parte que Szymborska recoge en su poema) y, por último, que un can clínicamente muerto vuelva a la vida. ¿Consiguen? No es fácil creerlo. Las autoridades soviéticas no permitieron que organismos independientes verificasen nada, aunque el vídeo fue expuesto en Nueva York a científicos norteamericanos. En cualquier caso, la poeta llega a una conclusión inquietante: Pensé en la felicidad y sentí miedo. / Porque si sólo de eso se trataba en la vida, / la cabeza / era feliz.

La libre asociación de ideas me lleva a otra cabeza de perro, esta pictórica. Se trata de la que aparece en el cuadro de Goya El perro, perteneciente a sus Pinturas negras (1819-1823), que decoraban los muros de la llamada Quinta del Sordo. Como seguro que el lector tiene un móvil a mano, puede recordarlo y comprender la pertinencia de la asociación. La pintura que, como sus hermanas, fue trasladada a lienzo y se conserva en el Museo del Prado, resulta muy enigmática. La cabeza de un perro asoma mirando hacia arriba tras una franja de color ocre oscuro que sobresale respecto a un espacio de tono más claro. Se ha dicho que la obra está inacabada o que había dos pájaros que se perdieron y a los que se dirigía la mirada del perro. También que este está hundiéndose en arenas movedizas. El chat GPT me dice incluso que está ladrando hacia la oscuridad de la noche, cosa que yo no veo en absoluto ni creo que nadie pueda hacerlo salvo la inteligencia artificial. A mí la expresión me parece tierna y humana y, por su pequeñez en comparación con el espacio alrededor, de soledad y expectativa.

Quien sí está ladrando (en una actitud de desafío o de queja) es el perro de Turner en Amanecer después del naufragio (recurra el lector de nuevo al móvil), pintado unos años después. Como en el cuadro de Goya, está solo y envuelto en un espacio que es tan protagonista de la acuarela como el propio animal. Frente a la indefinición del entorno en Goya, aquí tenemos la grandeza de la naturaleza, que en Turner siempre tiene algo de violencia. Vemos el mar, el cielo, la arena, en una paleta de azules, rojos y amarillos. No se ven restos de naufragio alguno, por lo que el título con el que es conocida esta obra, inventado por Ruskin, podría cuestionarse. Eso la acerca más al cuadro de Goya, al no contener una “historia”, al no pretender narrar nada. De hecho, Turner valoraba mucho la capacidad de la pintura para sumergirnos en el misterio. La naturaleza es para él un símbolo. No es que el perro, tras ser el único superviviente, se lamente por lo que el mar se ha tragado. Se trata de un perro, un animal muy humano, frente a un entorno natural sobrecogedor. Tal vez Ruskin le pusiera ese título porque para él el tema que subyacía a la obra de Turner era la muerte. Pero podría más bien decirse que es la soledad y la violencia. Su visión del ser humano es la de alguien pequeño ante unas fuerzas que no puede controlar. Viendo cómo sus paisajes no se despliegan sin más ante nosotros sino que, de algún modo, nos engullen, estamos tentados de dar la razón a Amiel cuando escribe que un paisaje es un estado del alma.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

 


miércoles, 22 de mayo de 2024

Perros (II)

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 20 de mayo de 2024.


PERROS (II)

        Hablábamos de perros. Si dejo en libertad mi memoria poniéndole como única condición  que olfatee y busque canes de tiempos posteriores a los tratados hace un mes, el primero que me trae es Tonton, el perro de madame du Deffand. En los siglos XVII y XVIII hubo en París un puñado de salones donde, en un ambiente risueño y entretenido, la nobleza conversaba con destreza pero sin hostilidad, con galantería pero sin amor, con perspicacia pero sin grandes ambiciones intelectuales. Cualquier tema se trataba siempre que fuera con ingenio. Los salones estaban dirigidos por mujeres, cada una de las cuales imprimía un sello peculiar al suyo. Entre ellas se hallaba madame du Deffand, que vivió durante el siglo XVIII y de la que Sainte-Beuve, el famoso crítico literario francés, dijo que era “uno de nuestros clásicos por lo que hace a la lengua y al pensamiento”. Esta salonnière, que tanto temía al hastío, conoció, con sesenta y ocho años y ciega, a un ingenioso inglés al que entregó su corazón: Horace Walpole, del que hoy recordamos su obra El castillo de Otranto, precursora de la novela gótica. Debemos a él quizá las mejores cartas de madame du Deffand y el que la conozcamos mejor. La última vez que se vieron, ella le hizo prometer a Walpole que cuidaría de su perro al morir. El fiel secretario de madame du Deffand se encargó de que así fuera y, en la carta en que le cuenta al escritor inglés su enfermedad y su muerte, le dice respecto al perro: “es muy dulce, no muerde a nadie; solo era malo al lado de su ama”. En efecto, una vez la mariscala de Luxembourg le regaló a madame du Deffand los seis últimos tomos de Voltaire y una tabaquera de oro con el retrato de Tonton en la tapa. Dentro de la tabaquera había un epigrama del caballero de Bouffleurs, que asociaba al filósofo con el perro y que traducido diría así: “Vos encontráis a los dos encantadores; / nosotros a los dos mordaces; / he aquí la semejanza. / El uno no muerde más que a sus enemigos; /  y el otro muerde a todos vuestros amigos; / he aquí la diferencia”. Se ve que Tonton hacía de las suyas entre las visitas de su ama. Si buscamos qué fue de él, sabremos que, en efecto, Walpole lo cuidó bien: engordó tanto que no podía moverse. Sobrevivió más de nueve años a su anciana dueña.

        Hace años me llamó la atención este provocador comentario en la divertida novela Orlando, de Virginia Woolf: «La vieja Madame du Deffand y sus amigos hablaron cincuenta años sin parar. Y de todo eso, ¿qué sobrevive? Tal vez, tres frases ingeniosas. Por consiguiente, es lícito suponer que no dijeron nada o que no dijeron nada ingenioso, o que esas tres frases ingeniosas llenaron dieciocho mil doscientas cincuenta noches, lo que no significa un apreciable porcentaje de ingenio para cada uno de ellos». La cuestión que plantean estas palabras al compararlas con la importancia y duración de la institución de los salones la abordé en El mundo de los salones, un artículo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos al que remito al lector curioso. Si ahora traigo aquí esta cita es para ligar a madame du Deffand con Virginia Woolf, quien tiene otra novela titulada Flush, el nombre del perro que la protagoniza. Aunque está escrita en tercera persona (utilizando a veces la primera de las epístolas de la dueña del perro), la mirada (y el olfato) sobre la que audazmente está montada la obra es la del can: “(…) no contamos más que con dos palabras y media para manifestar lo que olemos. Casi no existe olfato humano. Los más grandes poetas del mundo no han olido más que rosas, por una parte, y estiércol por otra. Las infinitas gradaciones intermedias han quedado sin registrar. Y precisamente era en el mundo olfativo donde vivía Flush. El amor era, sobre todo, olor; la forma y el color eran también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política y la ciencia eran olor. (…) Italia significaba para él, principalmente, una sucesión de olores”.

        Tonton y Flush han acudido dóciles a mi memoria. Pero ha venido también una inquietante cabeza de perro de la que habrá que hablar en el próximo artículo.

Juan Fernando Valenzuela Magaña





miércoles, 24 de abril de 2024

Perros (I)

Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de abril de 2024.

PERROS (I) 

         En mi memoria persisten imágenes de un viejo documental en el que se yuxtaponían escenas de sorprendentes costumbres de diferentes lugares del planeta. Una de ellas, que hoy nos sorprendería menos, es la de un tranquilo y agradable cementerio de perros en algún sitio de Estados Unidos. Contrasta esa visión de la mascota favorita con el título del documental, Este perro mundo, en el que este animal se adjetiva para significar, como en “perra vida” o “día de perros”, algo duro y amargo y desapacible. En efecto, esa cinta, que parece haber maquillado algo la realidad para conseguir el efecto deseado, destila amargura en su recorrido por la diversidad cultural. Pero el cementerio de perros, así como la vida que llevan hoy día a nuestro alrededor, justifican la ingeniosa observación que hacía un amigo mío: el hombre es el mejor amigo del perro. Y ha considerado que la mejor manera de demostrarlo consiste en humanizarlo, en ponerle ropa, llevarlo a la peluquería o al hospital, enterrarlo en un cementerio y arreglárselas para incluirlo en la herencia. Si los cínicos tomaban el perro como modelo del hombre (de ahí su nombre), ahora es el hombre el modelo del perro.

         Ulises salió de Ítaca para ir a la guerra de Troya, que duró diez años. Su vuelta, contada en la Odisea, duró otros diez. Así pues, veinte años después y disfrazado de mendigo para no ser reconocido por los pretendientes de su mujer, Penélope, aparece en la puerta de su propia casa. Nadie ha sido capaz de descubrirlo. Acostado “sobre un cerro de estiércol”, viejo, despreciado y cansado, Argos, el perro que Ulises crio, levanta la cabeza y las orejas. Cuando el hombre se acerca reconoce en él a su amo y mueve la cola, pero no tiene fuerzas para alzarse y llegar hasta él. Ulises se enjuga una lágrima y oculta su rostro al porquero que lo acompaña. Y Argos, como si lo que lo mantuviera con vida fuera la esperanza de ver el regreso de su amo, muere (“sumióle la muerte en sus sombras no más ver a su dueño de vuelta al vigésimo año”, canta Homero). Pascal Quignard dice a propósito de este pasaje que Argos es el primer ser que, en Homero, piensa, porque el verbo griego que se traduce como pensar, “noein”, quería decir primero “oler”. De modo que pensar es olfatear lo nuevo y, como Argos, ir más allá de la apariencia, del disfraz, y descubrir detrás del mendigo al rey de Ítaca.

         Homero tuvo un gran admirador en Alcibíades, sobrino de Pericles y alumno de Sócrates. Cuenta Plutarco que pidió un libro del poeta en una escuela y que, como el maestro le dijo que no tenía ninguno, le dio un puñetazo y se marchó. Si traemos aquí a Alcibíades es porque tenía un bello perro al que le cortó su hermoso rabo. Los amigos le regañaban y le decían que la gente rabiaba y lo criticaba por lo que había hecho. Alcibíades rio y dijo: “Entonces está pasando lo que deseo; pues quiero que los atenienses hablen de esto, para que no digan algo peor sobre mí”. Por eso podemos denominar “el perro de Alcibíades” al procedimiento político consistente en fijar la atención mediática en un asunto menor para desviarlo del que en realidad preocupa al político de turno.

         Cuenta Claudio Eliano en dos sitios distintos que Gelón de Siracusa soñó que había sido alcanzado por un rayo. Aterrorizado por la pesadilla, gritaba con fuerza en sueños. Su perro, desconcertado, se puso a ladrar con furia y amenaza, lo que provocó que Gelón se despertara. La fama del perro hace que conservemos su nombre: podemos leer en Plinio que se llamaba Pirro.    

         Precisamente Plinio cuenta la historia de otro perro para ilustrar la fidelidad de este animal. En el 28 d. C., al ser castigado un caballero romano y sus esclavos, el perro de uno de ellos no se apartó del cadáver de su amo, expuesto en unas escaleras una vez ajusticiado. Gemía el can tristemente. Alguien le tiró comida y él la llevó a la boca del muerto. Cuando el cadáver fue arrojado al Tíber, se lanzó al río intentando mantenerlo a flote. Dos imágenes estas que uno no puede evitar quedarse rumiando…

 

JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA