MARCHÉ AUX PUCES
Comencé a sentirme raro, como si
algo borrara parcialmente mi cuerpo. Caminaba por la estrechez de las
callejuelas mirando a derecha e izquierda, con la sensación de habitar un sueño
ajeno. Las tiendas se hundían tragándose las cosas más inverosímiles, oxidados
relojes parados en una hora de los años cuarenta, mesas dieciochescas que el
tiempo había noblemente encarecido. Vi canicas que hace un siglo sobaron
ilusionadas unas manos infantiles que el tiempo fue cuajando, cuarteando y finalmente
borrando. Tampoco pueden ya encontrarse las manos femeninas, de dedos largos y
pintadas uñas, que debieron de llenar el par de guantes de tela ajada expuesto
sobre un podrido taburete. Esos guantes acariciarían el rostro de un hombre joven
y las yemas de esos dedos lo harían sentir el escalofrío del amor y del deseo,
el calambre del tiempo. Vi un humilde sillón roto por todas partes, que parecía
haber sido modelado por el cuerpo que noche tras noche, año tras año, se hundía
en él después del trabajo, recibiendo los juegos de sus hijos a veces con gesto
de fastidio, a veces feliz, cansado siempre. Vi cartas que deseaban un buen
aniversario, un feliz 1905, una rápida curación, o que contaban las pequeñas
cosas de la vida, los estudios del hijo, las vacaciones en el mar, el lugar de
una cita secreta. Cosas que durante un instante colmaron las vidas de la gente,
cosas que luego el polvo de la amnesia fue cubriendo hasta enterrarlas.
Y, sin embargo, aisladas, deshechas,
ridículas, pero rebeldes, las canicas, los guantes, el sillón y las cartas se
sublevaban contra el tiempo y su olvido, y su indócil grito ahogado, su onírica
insumisión, desenterraba instantes de entre los años. Como si me dijeran: No es
lo mismo haber vivido que no existir nunca. Como si lo que una vez fue vivo
viviera de algún modo para siempre. Como si la eternidad fuera haber vivido un
día.
Juan Fernando Valenzuela Magaña, París y Lucena, 2006
(Foto procedente de http://www.marjorierwilliams.com/)
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