EL
VIEJO Y KANT
A Pedro Joaquín, que tiene la edad de los niños de esta historia
Puede que pronto caiga en el olvido,
pero todavía hoy son muchos quienes recuerdan a un hombre que, en el siglo
XVIII, dedicaba su vida al pensamiento en una ciudad perdida de la Prusia
Oriental. Ese hombre observó que, en ciertos asuntos, era posible sostener, con
la misma fuerza probatoria, dos tesis opuestas. Así, podemos convencernos de
que el mundo ha tenido un comienzo y es finito o de lo contrario. Apuntó cuatro
de estas contradicciones y las llamó antinomias.
El viejo piensa que, en el ámbito de
la existencia, también se dan dos antinomias. Una de ellas diría: “Puede
argumentarse con la misma fuerza que, a cierta edad, la vida, mirada en su conjunto,
ofrece dos imágenes opuestas: la de un largo camino repleto de épocas
diferenciadas (“entonces yo era…”, “por aquellos años yo vivía en…”), de
cambios, de gente que está y deja de estar, que no está y aparece, de
acumulación; y la de un soplo de sorprendente brevedad”. Así, el viejo tiene la
sensación de que ha vivido mucho; pero también de que ayer mismo era un niño que
corría por las calles del pueblo.
Del
mismo modo que el hombre del siglo XVIII, también el viejo ha vivido siempre en
el mismo lugar. Su memoria llega más allá de la tercera década del siglo
pasado, y con la presteza de un mono se sube al árbol genealógico de todo aquel
a quien saluda. En los pueblos uno pertenece de un modo más estrecho a su
familia, y así como hay narices, ojos o calvicies que identifican un apellido,
hay rasgos de carácter familiares. Los Celemines son bravos, los Talabarteros
bromistas y del Atleti, los Atravesados tienen pelos en el corazón. Un
sociólogo diría que, más que de genética, se trata de una profecía autocumplida:
si todo el mundo espera que alguien se comporte de una cierta forma, acabará
por hacerlo. En cualquier caso, el viejo está seguro de que si una máquina del
tiempo lo llevara dos siglos hacia atrás o hacia adelante, sabría relacionar a
cada vecino con su familia correspondiente. Cuando piensa en estas cosas, siente
que se asoma a un abismo y le entra vértigo.
La otra antinomia diría así:
“Podemos sostener que todo cuanto ocurre será tragado, antes o después, por el
olvido: del mismo modo que nada queda de lo que un hombre de Navas, un día de
1651, soñó antes de ir a trabajar, nada quedará de la lectura de este texto en
la memoria de los hombres. Sin embargo, también se puede sostener lo contrario:
nada de lo ocurrido se pierde, todo lo real se conserva.”
¿Qué fue de aquella mañana de San
Juan del año 31? El viejo era entonces un niño y corría detrás de los pasos y
la risa cantarina de una niña rubia. Sonaban las campanas de la iglesia.
Llevaba unos días siguiéndola y escondiéndose, solo o con algún amigo. Esa
mañana se armó de valor, ayudado por el ambiente festivo de los mayores, y del
jardín de la plaza cogió una flor, una flor blanca y olorosa y, acercándose a
la niña, se la ofreció. Ella la tomó con una sonrisa, intacta desde entonces en
la memoria del viejo. ¿Dónde están ahora aquellas campanadas, aquella mañana,
aquella flor, aquellos hombres vestidos de fiesta?
El viejo no volvió a ver a la niña,
que emigró con sus padres. Como un fugaz relámpago pasó la vida, el niño creció
y llegó la guerra, fue un adulto y trabajó en el campo, se casó y tuvo hijos,
hubo muertes y nacieron nietos. Y esta mañana, justo ochenta años después de
aquella del San Juan del 31, violando toda ley del tiempo, la niña rubia, con
la risa cantarina de entonces, ha pasado delante de él y le ha dicho hola. Dos
trozos tan alejados de su vida, dos extremos de su largo paso por el mundo, han
coexistido por un momento. El viejo ha penetrado desorientado en el laberinto
de su memoria, perdido entre sensaciones olvidadas y gestos polvorientos
arrumbados en sus rincones. Se pregunta si su cerebro está fallando. Pero, por
encima de esa duda, siente miedo, como si la visión de su lejano pasado fuera
un aviso lúgubre y agorero. Y aun por encima de ese miedo, le parece que la
escena es un guiño de la trascendencia.
Los restos del hombre del siglo
XVIII descansan en la ciudad de la que apenas salió. Como epitafio, en su
tumba, hay una cita que recoge su admiración por las leyes inviolables de la
naturaleza y por la libertad del hombre. Dos mundos con reglas opuestas, uno
determinado por leyes físicas que predicen con exactitud lo que no tiene más
remedio que ocurrir, y otro donde, contra toda costumbre o influencia, uno
tiene la asombrosa capacidad de elegir. En el primer mundo todo ocurre en el
espacio y en el tiempo, todo tiene una causa. En el segundo, la ciencia se
queda en la puerta y nos adentramos hacia lo desconocido.
Visto desde el primer mundo, lo que
le ha ocurrido al viejo se explica así: al pueblo han venido, estas fiestas de
San Juan, los descendientes de aquella niña del año 31, cuyos rasgos han
atravesado el tiempo hasta llegar al rostro de su bisnieta. La mente científica
reposa en este conocimiento en el que quedan respetadas las leyes del tiempo y
el espacio.
Pero el viejo, que mira a la cara a
la muerte, sabe que pronto saltará la cerca de esas leyes, y, como quien mete
los pies en la orilla del mar, se va despidiendo de ellas. Desde el segundo
mundo, más allá del espacio y del tiempo, quién sabe quién es la niña que ha
saludado al viejo y que, ahora, en la plaza, siguiendo un indefinido impulso,
escoge con cuidado del jardín una flor, una flor blanca y olorosa.
Juan
Fernando Valenzuela Magaña
Muy bueno!
ResponderEliminarMuchas gracias, Marcos. Un abrazo.
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