Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 15 de julio de 2024.
UN
APUNTE SOBRE LA MENTIRA
Hay cuestiones en las que parece que tanto una
afirmación como la opuesta están cargadas de razón. Así, alguien destaca la
diferencia existente entre nuestra vida y la de un hombre del siglo XIX, y no
digamos la de un griego del siglo V a.C. Y entonces otro se planta y le replica
que, en realidad, siempre es lo mismo, las mismas alegrías, las mismas
preocupaciones, las mismas pasiones, los mismos errores, las mismas
generosidades, porque nada hay nuevo bajo el sol, tampoco esto que estoy
diciendo, ni lo que tú acabas de decir. ¿En qué quedamos, entonces? Probablemente
ambos se complementen, y, sobre un fondo humano que se repite (y que es la base
de que podamos entender el pasado) hay enormes cambios de perspectiva sobre el
mundo (y que es la base de la dificultad que a veces tenemos para entender el
pasado). También habrá espejismos, me temo, situaciones en las que creemos erróneamente
comprender una época.
Este
exordio viene a cuento de los bulos y manipulaciones de los que hoy tanto se
habla. Por un lado, el primero de los interlocutores diría que esto nunca se
había visto antes, que jamás la mentira fue tan palmaria y estuvo tan extendida
con tamaño descaro. Pero el segundo de los interlocutores del párrafo anterior
podría decir que siempre ha habido enormes e interesadas falsedades, y poner
ejemplos como el del
emperador Septimio Severo, quien para legitimar su poder extendió la falsa
noticia de que era el hermano perdido de Cómodo. Así que intentemos
articular la misma solución que intentaba dar a cada uno su parte de razón.
En efecto, encontramos la mentira política a lo
largo de la historia, como un arma más del poder. Pero si atendemos a la
siguiente anécdota detectaremos diferencias en el tiempo. En los años veinte,
el político francés Clemenceau conversaba con un representante de la República
de Weimar sobre la interpretación que podía hacerse de la Primera Guerra
Mundial. ¿Qué dirán los futuros historiadores?, se le preguntó. Clemenceau
contestó: “Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió
Alemania”. ¿Se atrevería alguien a sostener eso hoy? Lo nuevo de la actual
mentira, la llamada posverdad, parece ser su extensión a través de las redes
sociales, su unión con el populismo y sobre todo su desprecio por la verdad.
Así como la hipocresía es un tributo a la virtud, la mentira tradicional lo es
a la verdad. El mentiroso de toda la vida cree en la verdad, pero la oculta y
la sustituye, normalmente para obtener un beneficio (San Agustín distingue ocho
tipos de mentira, y solo uno de ellos se justifica por la mentira misma, por el
placer de engañar; los demás buscan un fin distinto del engaño mismo). En
cualquier caso, el mentir presupone que hay una verdad. Pero la mentira actual,
si decidimos seguir llamándola del mismo modo, no es lo opuesto a la verdad, es
otra cosa. Se ha roto la dicotomía entre verdad y mentira, o no importa nada, y
lo que se dice es una construcción, mediada por la emoción. Las raíces de esto
podemos verlas en la llamada posmodernidad o en general en una postura
escéptica en cuanto a la posibilidad de ser objetivo. El peligro, a mi juicio,
estaría en una desconexión de la realidad. La realidad es lo que nos resiste y
la verdad consiste en tenerla en cuenta. Que lo verdadero (o lo mentiroso, ¿ven
cómo es lo mismo?) sea ahora una invención, una fantasía, significa que el
espíritu del tiempo es narcisista, que no admite límite alguno externo al
capricho del individuo. Un tiempo adolescente en el que las imaginaciones del
ego se toman como sólidas realidades… hasta que uno se cae con todo el equipo
(“este mundo imaginario no nos sirve a ninguno de nosotros como residencia
permanente”, dice Harry G. Frankfurt en su estudio sobre la verdad). La verdad,
además de con la realidad, está relacionada con la racionalidad. También, en la
medida en que la realidad nos limita y nos hace darnos cuenta de nosotros
mismos, con la identidad. Demasiadas relaciones para no inquietarnos por una
quiebra en su concepción.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
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