miércoles, 17 de julio de 2024

Un apunte sobre la mentira

        Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 15 de julio de 2024.


UN APUNTE SOBRE LA MENTIRA


Hay cuestiones en las que parece que tanto una afirmación como la opuesta están cargadas de razón. Así, alguien destaca la diferencia existente entre nuestra vida y la de un hombre del siglo XIX, y no digamos la de un griego del siglo V a.C. Y entonces otro se planta y le replica que, en realidad, siempre es lo mismo, las mismas alegrías, las mismas preocupaciones, las mismas pasiones, los mismos errores, las mismas generosidades, porque nada hay nuevo bajo el sol, tampoco esto que estoy diciendo, ni lo que tú acabas de decir. ¿En qué quedamos, entonces? Probablemente ambos se complementen, y, sobre un fondo humano que se repite (y que es la base de que podamos entender el pasado) hay enormes cambios de perspectiva sobre el mundo (y que es la base de la dificultad que a veces tenemos para entender el pasado). También habrá espejismos, me temo, situaciones en las que creemos erróneamente comprender una época.

        Este exordio viene a cuento de los bulos y manipulaciones de los que hoy tanto se habla. Por un lado, el primero de los interlocutores diría que esto nunca se había visto antes, que jamás la mentira fue tan palmaria y estuvo tan extendida con tamaño descaro. Pero el segundo de los interlocutores del párrafo anterior podría decir que siempre ha habido enormes e interesadas falsedades, y poner ejemplos como el del emperador Septimio Severo, quien para legitimar su poder extendió la falsa noticia de que era el hermano perdido de Cómodo. Así que intentemos articular la misma solución que intentaba dar a cada uno su parte de razón.

En efecto, encontramos la mentira política a lo largo de la historia, como un arma más del poder. Pero si atendemos a la siguiente anécdota detectaremos diferencias en el tiempo. En los años veinte, el político francés Clemenceau conversaba con un representante de la República de Weimar sobre la interpretación que podía hacerse de la Primera Guerra Mundial. ¿Qué dirán los futuros historiadores?, se le preguntó. Clemenceau contestó: “Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania”. ¿Se atrevería alguien a sostener eso hoy? Lo nuevo de la actual mentira, la llamada posverdad, parece ser su extensión a través de las redes sociales, su unión con el populismo y sobre todo su desprecio por la verdad. Así como la hipocresía es un tributo a la virtud, la mentira tradicional lo es a la verdad. El mentiroso de toda la vida cree en la verdad, pero la oculta y la sustituye, normalmente para obtener un beneficio (San Agustín distingue ocho tipos de mentira, y solo uno de ellos se justifica por la mentira misma, por el placer de engañar; los demás buscan un fin distinto del engaño mismo). En cualquier caso, el mentir presupone que hay una verdad. Pero la mentira actual, si decidimos seguir llamándola del mismo modo, no es lo opuesto a la verdad, es otra cosa. Se ha roto la dicotomía entre verdad y mentira, o no importa nada, y lo que se dice es una construcción, mediada por la emoción. Las raíces de esto podemos verlas en la llamada posmodernidad o en general en una postura escéptica en cuanto a la posibilidad de ser objetivo. El peligro, a mi juicio, estaría en una desconexión de la realidad. La realidad es lo que nos resiste y la verdad consiste en tenerla en cuenta. Que lo verdadero (o lo mentiroso, ¿ven cómo es lo mismo?) sea ahora una invención, una fantasía, significa que el espíritu del tiempo es narcisista, que no admite límite alguno externo al capricho del individuo. Un tiempo adolescente en el que las imaginaciones del ego se toman como sólidas realidades… hasta que uno se cae con todo el equipo (“este mundo imaginario no nos sirve a ninguno de nosotros como residencia permanente”, dice Harry G. Frankfurt en su estudio sobre la verdad). La verdad, además de con la realidad, está relacionada con la racionalidad. También, en la medida en que la realidad nos limita y nos hace darnos cuenta de nosotros mismos, con la identidad. Demasiadas relaciones para no inquietarnos por una quiebra en su concepción.


        Juan Fernando Valenzuela Magaña




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