jueves, 29 de agosto de 2013

Nota preliminar y el primer cuento de Cuentos rotos

NOTA PRELIMINAR
           
            Los cuentos que constituyen este libro comparten una misma atmósfera y unas mismas preocupaciones. Adelantarlas sería restar frescura al primer encuentro con ellos, pero explicar brevemente la estructura de su agrupación aclara la forma sin apenas tocar el contenido. Los cuentos que caen bajo el mismo número romano tienen una intención similar. Así, el primer cuento y el último, ambos cabe el I, tienen vocación de totalidad en el contexto de este libro. Los cuatro cuentos, dos tras el primero y dos delante del último, señalados con el II, juegan a forzar la estructura. Los tres y tres bajo el III quieren ser serios y apuntan a la hondura. Los cuatro centrales que forman el IV buscan, por el contrario, la ligereza y la sonrisa.

  I
 TOUT EST DIT                                 
“ tropezamos/
  con el pasado al avanzar, todo es renuevo”
   (Unamuno)
   
Tout est dit, et l’on vient trop tard    
depuis plus de sept mille ans qu’il y a des
hommes et qui pensent.
(La Bruyère)




            ¿Sabe usted cuál es mi problema? Que siento unas terribles ganas de decir, que tengo vocación de narrador, y a la vez siento hambre de autenticidad. Eso hace que todo cuanto escriba me resulte inane, vano, humo, nada. Todo está ya dicho, todo está experimentado, y, lo peor, hemos sometido todo al análisis y cogido las vueltas a lo que nuestros padres todavía disfrutaban con la ingenuidad del niño que se deja engañar. Conocemos los mecanismos de todos los juguetes, aunque para ello hemos tenido que romperlos.
            Creo que es el problema de nuestro tiempo, que sabemos demasiado. Por eso somos tan ignorantes y tan infelices.
            Sé que ahora mismo estoy contando, y precisamente me refiero a esta sensación que tengo, la sensación de que puede usted ver las intenciones de mi relato, su técnica, sus trucos. Y no porque no se oculten como siempre se ha hecho, sino porque nuestra mirada ha cambiado, se ha vuelto analítica y destripadora, insaciable.
            ¿Pero sabe lo que también pienso? Que esta impresión de haber llegado a un callejón sin salida, de que nada puede ya decirse, es algo exclusivamente personal y que no refleja el estado de cosas. No es que no pueda ya contarse nada, es que yo no puedo contarlo. Pretender que uno ha ajustado su sensibilidad a la del tiempo es pecar de ingenuidad y soberbia a la vez. Si las cosas parecen haber perdido su sabor el problema puede ser de mi lengua, no de las cosas. Al fin y al cabo, decir que todo ha sido dicho también ha sido dicho, y no desde hace poco sino al menos desde que el Eclesiastés proclamó su nihil novum sub sole.
            He sufrido y he visto sufrir demasiado, y odio recrearme en el dolor. El cerdo prefiere el estiércol al agua limpia, el asno los desperdicios al oro, enseña Heráclito, y yo no quiero ser cerdo ni asno. Por eso, cuando la amargura me atenaza la garganta porque todo me resulta sin sabor, pongo cara de hombre resuelto y busco un estado y una ciudad: la soledad y París.
            ¿Por qué París? No podría decirlo, y eso me alegra. Por mucho que he leído sobre él, el juguete París no he podido destrozarlo, rechaza una y otra vez el análisis. Así que, junto con Lede, mi mujer, es lo único que para mí conserva todavía la atmósfera impenetrable del encantamiento.
            Las ciudades europeas están cargadas de historia, y París lleva especialmente sobre sus espaldas ese peso. Sin embargo, hay en ella una vitalidad contagiosa que ayuda a disipar esa sensación de que el mundo está gastado y uno ha leído ya todos los libros.
            Diez días he estado en París y he recuperado la forma. Vuelvo a casa con el alma más ligera y un cuento en la mochila.
            El cuento se me ocurrió cuando paseaba el domingo por la Avenue Montaigne. Sabrá usted que ahí se concentra un buen puñado de tiendas de lujo. Yo me fijé en la de Christian Dior, que en realidad eran tres locales. En los escaparates del destinado a ropa, estudiadamente diseñados, las maniquíes vestían de otoño. En la joyería la persiana tapaba anillos y pendientes y en la boutique infantil había expuestas prendas de niños bien y unos zapatos encerrados en una jaula. Entonces pensé que Bede sería un hombre que había ido a París en busca de soledad y consuelo, y que un domingo, delante de Christian Dior, se pone a echar fotos. Con mi cámara empecé a hacerlo yo, mientras pensaba cuál sería el motivo de Bede, para qué querría él fotos tan detalladas como las que yo estaba tirando sobre las puertas, los escaparates, los edificios. Era fácil: su motivo sería el mío, inventar un personaje que tirara fotos con exhaustividad a Christian Dior. El abismo se abría, la recursividad era el recurso: también el personaje de Bede inventaría un personaje que echaba fotos para inventar un personaje que echaba fotos para inventar… Me dio vértigo imaginarme la sucesión de personajes, uno dentro de otro, como las muñecas rusas, que estaba generando, y más vértigo aún pensar que tal vez yo no era el comienzo de la serie.
            ¿Ve usted? Ya estamos otra vez. Le cuento el cuento y veo lo gastado que está, cuántas veces se ha dicho. Sí, ya sé que los escritores más encumbrados hoy día también escriben libros ya leídos, pero ¿es eso consuelo? Al contrario, justo ese es mi desconsuelo, ser capaz de ver libros de segunda mano en los libros con olor a nuevo que acaban de publicar mis escritores favoritos.
            ¿Quiere usted que le cuente cómo continuaba el cuento o lo ha adivinado ya? Sí, en efecto, me detuvieron, a mí, a mi personaje y a los infinitos personajes creados por los infinitos personajes. Y me detuvieron porque al día siguiente los empleados de Christian Dior descubrieron que habían robado en la joyería. Las cámaras de seguridad habían grabado a un hombre de unos cuarenta años fotografiando el más mínimo detalle de la fachada de los locales. La policía francesa no es como la española, con su complejo de culpa por los excesos cometidos en otro tiempo, así que puede suponer que no fue fácil convencerlos de que en realidad era un escritor haciendo lo que mi personaje y lo que todos los personajes de una serie infinita. Dudé mucho si decirles que ellos también eran ya personajes golpeando al protagonista, y que también se repetían infinitamente. Era un arma de doble filo: podían entenderlo todo o tomarlo como una burla. Al final se lo dije, claro, cómo morderse uno la lengua cuando un hallazgo estético pugna por salir. ¿Hallazgo? Ya sabe usted: no. Ya no hay hallazgos.
            Así que esta tarde todos, mis infinitos personajes y yo, tal vez mis infinitos creadores también, hemos cogido el tren en la Gare d´Austerlitz y estamos hablando con usted en la cafetería, es decir, con ustedes, con los infinitos ustedes en los que se despeña la mente cuando quiere decir, hoy, algo nuevo.


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