NOTA
PRELIMINAR
Los cuentos que constituyen este
libro comparten una misma atmósfera y unas mismas preocupaciones. Adelantarlas
sería restar frescura al primer encuentro con ellos, pero explicar brevemente
la estructura de su agrupación aclara la forma sin apenas tocar el contenido.
Los cuentos que caen bajo el mismo número romano tienen una intención similar.
Así, el primer cuento y el último, ambos cabe el I, tienen vocación de
totalidad en el contexto de este libro. Los cuatro cuentos, dos tras el primero
y dos delante del último, señalados con el II, juegan a forzar la estructura.
Los tres y tres bajo el III quieren ser serios y apuntan a la hondura. Los
cuatro centrales que forman el IV buscan, por el contrario, la ligereza y la
sonrisa.
I
TOUT
EST DIT
“ tropezamos/
con el pasado al
avanzar, todo es renuevo”
(Unamuno)
“Tout est dit, et l’on vient trop tard
depuis plus de sept mille ans qu’il y a des
hommes et qui pensent.”
(La Bruyère)
¿Sabe
usted cuál es mi problema? Que siento unas terribles ganas de decir, que tengo
vocación de narrador, y a la vez siento hambre de autenticidad. Eso hace que
todo cuanto escriba me resulte inane, vano, humo, nada. Todo está ya dicho,
todo está experimentado, y, lo peor, hemos sometido todo al análisis y cogido
las vueltas a lo que nuestros padres todavía disfrutaban con la ingenuidad del
niño que se deja engañar. Conocemos los mecanismos de todos los juguetes,
aunque para ello hemos tenido que romperlos.
Creo
que es el problema de nuestro tiempo, que sabemos demasiado. Por eso somos tan
ignorantes y tan infelices.
Sé
que ahora mismo estoy contando, y precisamente me refiero a esta sensación que
tengo, la sensación de que puede usted ver las intenciones de mi relato, su
técnica, sus trucos. Y no porque no se oculten como siempre se ha hecho, sino
porque nuestra mirada ha cambiado, se ha vuelto analítica y destripadora,
insaciable.
¿Pero
sabe lo que también pienso? Que esta impresión de haber llegado a un callejón
sin salida, de que nada puede ya decirse, es algo exclusivamente personal y que
no refleja el estado de cosas. No es que no pueda ya contarse nada, es que yo no puedo contarlo. Pretender que uno
ha ajustado su sensibilidad a la del tiempo es pecar de ingenuidad y soberbia a
la vez. Si las cosas parecen haber perdido su sabor el problema puede ser de mi
lengua, no de las cosas. Al fin y al cabo, decir que todo ha sido dicho también
ha sido dicho, y no desde hace poco sino al menos desde que el Eclesiastés proclamó
su nihil novum sub sole.
He
sufrido y he visto sufrir demasiado, y odio recrearme en el dolor. El cerdo
prefiere el estiércol al agua limpia, el asno los desperdicios al oro, enseña
Heráclito, y yo no quiero ser cerdo ni asno. Por eso, cuando la amargura me
atenaza la garganta porque todo me resulta sin sabor, pongo cara de hombre
resuelto y busco un estado y una ciudad: la soledad y París.
¿Por
qué París? No podría decirlo, y eso me alegra. Por mucho que he leído sobre él,
el juguete París no he podido destrozarlo, rechaza una y otra vez el análisis.
Así que, junto con Lede, mi mujer, es lo único que para mí conserva todavía la
atmósfera impenetrable del encantamiento.
Las
ciudades europeas están cargadas de historia, y París lleva especialmente sobre
sus espaldas ese peso. Sin embargo, hay en ella una vitalidad contagiosa que
ayuda a disipar esa sensación de que el mundo está gastado y uno ha leído ya
todos los libros.
Diez
días he estado en París y he recuperado la forma. Vuelvo a casa con el alma más
ligera y un cuento en la mochila.
El
cuento se me ocurrió cuando paseaba el domingo por la Avenue Montaigne. Sabrá
usted que ahí se concentra un buen puñado de tiendas de lujo. Yo me fijé en la
de Christian Dior, que en realidad eran tres locales. En los escaparates del
destinado a ropa, estudiadamente diseñados, las maniquíes vestían de otoño. En
la joyería la persiana tapaba anillos y pendientes y en la boutique infantil
había expuestas prendas de niños bien y unos zapatos encerrados en una jaula.
Entonces pensé que Bede sería un hombre que había ido a París en busca de
soledad y consuelo, y que un domingo, delante de Christian Dior, se pone a
echar fotos. Con mi cámara empecé a hacerlo yo, mientras pensaba cuál sería el
motivo de Bede, para qué querría él fotos tan detalladas como las que yo estaba
tirando sobre las puertas, los escaparates, los edificios. Era fácil: su motivo
sería el mío, inventar un personaje que tirara fotos con exhaustividad a
Christian Dior. El abismo se abría, la recursividad era el recurso: también el
personaje de Bede inventaría un personaje que echaba fotos para inventar un
personaje que echaba fotos para inventar… Me dio vértigo imaginarme la sucesión
de personajes, uno dentro de otro, como las muñecas rusas, que estaba
generando, y más vértigo aún pensar que tal vez yo no era el comienzo de la
serie.
¿Ve
usted? Ya estamos otra vez. Le cuento el cuento y veo lo gastado que está,
cuántas veces se ha dicho. Sí, ya sé que los escritores más encumbrados hoy día
también escriben libros ya leídos, pero ¿es eso consuelo? Al contrario, justo
ese es mi desconsuelo, ser capaz de ver libros de segunda mano en los libros
con olor a nuevo que acaban de publicar mis escritores favoritos.
¿Quiere
usted que le cuente cómo continuaba el cuento o lo ha adivinado ya? Sí, en
efecto, me detuvieron, a mí, a mi personaje y a los infinitos personajes
creados por los infinitos personajes. Y me detuvieron porque al día siguiente
los empleados de Christian Dior descubrieron que habían robado en la joyería.
Las cámaras de seguridad habían grabado a un hombre de unos cuarenta años
fotografiando el más mínimo detalle de la fachada de los locales. La policía
francesa no es como la española, con su complejo de culpa por los excesos
cometidos en otro tiempo, así que puede suponer que no fue fácil convencerlos
de que en realidad era un escritor haciendo lo que mi personaje y lo que todos
los personajes de una serie infinita. Dudé mucho si decirles que ellos también
eran ya personajes golpeando al protagonista, y que también se repetían
infinitamente. Era un arma de doble filo: podían entenderlo todo o tomarlo como
una burla. Al final se lo dije, claro, cómo morderse uno la lengua cuando un
hallazgo estético pugna por salir. ¿Hallazgo? Ya sabe usted: no. Ya no hay
hallazgos.
Así
que esta tarde todos, mis infinitos personajes y yo, tal vez mis infinitos
creadores también, hemos cogido el tren en la Gare d´Austerlitz y estamos
hablando con usted en la cafetería, es decir, con ustedes, con los infinitos ustedes
en los que se despeña la mente cuando quiere decir, hoy, algo nuevo.
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