miércoles, 4 de diciembre de 2024

Caballos

 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de diciembre de 2024.


CABALLOS


         Mi propósito en la especie de bestiario que intermitentemente retomo en estas páginas no es sino contar las asociaciones que mi memoria hace cuando se le nombra un animal y se fija en él. He hablado de loros, tortugas, mariposas, gatos, cisnes, moscas… Hoy quiero hablar de caballos. Y el primero que destaca se encuentra en una plaza de Turín un día del comienzo del año 1889. Es viejo, no puede moverse debido a su sobrecarga y su cochero lo está azotando. Un hombre de poblado bigote se acerca al animal, se le abraza al cuello, llora compasivamente diciendo: “Madre, soy tonto, madre, soy tonto”, y cae desvanecido. Ese hombre se llama Friedrich Nietzsche y su mente se está desmoronando para siempre. Todavía vivirá unos años más, casi hasta ver nacer el siglo que de alguna manera anticipó.

Es imposible, me temo, saber si esa escena ocurrió realmente así. Uno de sus biógrafos se pregunta si el azote al animal no fue imaginado por un Nietzsche ya trastornado. Sabemos lo que pasó con él después: fue recogido en Turín por su amigo Overbeck y trasladado a una clínica psiquiátrica en Basilea y luego al hospital de la Universidad de Jena. Como no se recuperaba, su madre lo llevó a su casa de Naumburgo y, tras morir esta, estuvo en Weimar al cuidado de su hermana. Pero ¿qué fue del caballo? El director de cine Béla Tarr ha imaginado lo que le sucedió una vez que volvió a casa con su cochero en una película en blanco y negro de viento, de ocaso y de final.

Hay otro caballo, este literario y onírico, cuyo papel recuerda mucho al de Turín. En Crimen y castigo, de Dostoievski, Raskólnikov sueña que es pequeño y va con su padre cuando ve que en la puerta de una taberna hay una carreta grande a la que está enganchado un escuálido jamelgo. El dueño y sus amigos salen del local borrachos y se montan, el animal no puede tirar y recibe una lluvia de latigazos. Ahorraré la crueldad que sigue, que acaba con su vida. El chico, enloquecido, gritando, llega hasta la yegua muerta, “abraza su cabeza ensangrentada y la besa, la besa en los ojos, en los labios…” ¿Habría leído Nietzsche esa escena?

         Si uno dice Dostoievski, siempre habrá alguien que responda Tolstoi. Son dos gigantes de la novela que escribieron en la misma lengua y en el mismo momento histórico, pero que representan dos formas distintas de ver el mundo. El crítico literario George Steiner ha dedicado un extenso libro a compararlos. Pues bien, precisamente Tolstoi escribió una novela corta titulada La historia de un caballo, en la que vemos a uno viejo (una vejez “majestuosa y lamentable al mismo tiempo”), castrado, utilizado como bestia de carga y despreciado entre la yeguada porque no se sabe su origen. “La expresión de su cara era grave, meditabunda y dolorosa”, se cuenta. En un momento dado, una yegua lo reconoce y entonces Jolstomer, que así se llama el caballo, cuenta su historia. De sangre noble, tenía buena constitución y alabada fuerza, pero era pío, es decir, con manchas, lo que era considerado una vergüenza. Esa apariencia marcó su destino. Sus avatares y sus reflexiones (como la que hace sobre la propiedad) las cuenta a los demás animales cuando, de noche, se quedan solos. Al final, encariñados con él, asistimos con un nudo en la garganta (Tolstoi lo narra magistralmente) a su degüello, motivado por la sarna.

Y acabemos con uno de los caballos más famosos del imperio romano: Incitato, el caballo de Calígula. Nos cuenta Suetonio que tenía “una cuadra de mármol y un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de piedras preciosas”, más una casa con su servidumbre y su ajuar. Se decía que tenía pensado otorgarle el consulado. Pero si hacemos caso a la académica inglesa y amena y sensata divulgadora del mundo romano Mary Beard, convendría sospechar de lo que la tradición nos ha dicho sobre este emperador. A su sucesor, Claudio, le venía bien un Calígula monstruoso. En sus palabras, “puede que Cayo fuera asesinado porque era un monstruo, pero también es posible que se le convirtiera en un monstruo porque fue asesinado”.

 

Juan Fernando Valenzuela Magaña


Dibujo de Calígula e Incitato por Jean Victor Adam (1801–1867)