Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 20 de mayo de 2024.
PERROS
(II)
Hablábamos de perros. Si dejo en libertad mi memoria
poniéndole como única condición que
olfatee y busque canes de tiempos posteriores a los tratados hace un mes, el
primero que me trae es Tonton, el perro de madame du Deffand. En los siglos
XVII y XVIII hubo en París un puñado de salones donde, en un ambiente risueño y
entretenido, la nobleza conversaba con destreza pero sin hostilidad, con
galantería pero sin amor, con perspicacia pero sin grandes ambiciones
intelectuales. Cualquier tema se trataba siempre que fuera con ingenio. Los
salones estaban dirigidos por mujeres, cada una de las cuales imprimía un sello
peculiar al suyo. Entre ellas se hallaba madame du Deffand, que vivió durante
el siglo XVIII y de la que Sainte-Beuve, el famoso crítico literario francés,
dijo que era “uno de nuestros clásicos por lo que hace a la lengua y al
pensamiento”. Esta salonnière, que
tanto temía al hastío, conoció, con sesenta y ocho años y ciega, a un ingenioso
inglés al que entregó su corazón: Horace Walpole, del que hoy recordamos su
obra El castillo de Otranto,
precursora de la novela gótica. Debemos a él quizá las mejores cartas de madame
du Deffand y el que la conozcamos mejor. La última vez que se vieron, ella le
hizo prometer a Walpole que cuidaría de su perro al morir. El fiel secretario
de madame du Deffand se encargó de que así fuera y, en la carta en que le
cuenta al escritor inglés su enfermedad y su muerte, le dice respecto al perro:
“es muy dulce, no muerde a nadie; solo era malo al lado de su ama”. En efecto,
una vez la mariscala de Luxembourg le regaló a madame du Deffand los seis
últimos tomos de Voltaire y una tabaquera de oro con el retrato de Tonton en la
tapa. Dentro de la tabaquera había un epigrama del caballero de Bouffleurs, que
asociaba al filósofo con el perro y que traducido diría así: “Vos encontráis a los dos encantadores; /
nosotros a los dos mordaces; / he aquí la semejanza. / El uno no muerde más que
a sus enemigos; / y el otro muerde a
todos vuestros amigos; / he aquí la diferencia”. Se ve que Tonton hacía de las
suyas entre las visitas de su ama. Si buscamos qué fue de él, sabremos que, en efecto, Walpole lo
cuidó bien: engordó tanto que no podía moverse. Sobrevivió más de nueve años a
su anciana dueña.
Hace años me llamó la atención este
provocador comentario en la divertida novela Orlando, de Virginia Woolf: «La vieja Madame du Deffand y sus
amigos hablaron cincuenta años sin parar. Y de todo eso, ¿qué sobrevive? Tal
vez, tres frases ingeniosas. Por consiguiente, es lícito suponer que no dijeron
nada o que no dijeron nada ingenioso, o que esas tres frases ingeniosas
llenaron dieciocho mil doscientas cincuenta noches, lo que no significa un
apreciable porcentaje de ingenio para cada uno de ellos». La cuestión que
plantean estas palabras al compararlas con la importancia y duración de la
institución de los salones la abordé en El
mundo de los salones, un artículo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos al que remito al lector curioso. Si
ahora traigo aquí esta cita es para ligar a madame du Deffand con Virginia
Woolf, quien tiene otra novela titulada Flush,
el nombre del perro que la protagoniza. Aunque está escrita en tercera persona (utilizando
a veces la primera de las epístolas de la dueña del perro), la mirada (y el
olfato) sobre la que audazmente está montada la obra es la del can: “(…) no
contamos más que con dos palabras y media para manifestar lo que olemos. Casi
no existe olfato humano. Los más grandes poetas del mundo no han olido más que
rosas, por una parte, y estiércol por otra. Las infinitas gradaciones
intermedias han quedado sin registrar. Y precisamente era en el mundo olfativo
donde vivía Flush. El amor era, sobre todo, olor; la forma y el color eran
también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política y la ciencia eran
olor. (…) Italia significaba para él, principalmente, una sucesión de olores”.
Tonton y Flush han acudido dóciles a mi
memoria. Pero ha venido también una inquietante cabeza de perro de la que habrá
que hablar en el próximo artículo.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña