Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de enero de 2024.
LA
FAMA COMO APLAUSO
Estábamos hablando de la fama, distinguiendo
entre la de quien es muy conocido por su presencia en los medios de
comunicación y la fama como posteridad. Señalamos que en esta segunda acepción
podía a su vez ser positiva o negativa, y hablamos como ejemplo de esta última
de Eróstrato, que, por haber incendiado el templo de Artemisa en Éfeso, es
todavía nombrado hoy, tantos siglos después. Si Eróstrato quería ser recordado a
toda costa en el futuro hasta el punto de elegir una mala fama antes que
ninguna, hay también una figura antigua que representa el afán de ser famoso en
el primer sentido, en el de ser conocido por los contemporáneos. En los Juegos
Olímpicos del año 165, un filósofo llamado Peregrino se arrojó a las llamas.
Aunque decía que era para enseñar que se debe despreciar a la muerte, el
verdadero motivo sería su pasión por la fama. Probablemente deseara también que
se hablara de él una vez desaparecido, pero de lo que no hay duda es de que
buscaba con tesón el aplauso en vida (siempre en la versión de Luciano de
Samósata, que cuenta que estuvo en esos juegos y en esa autoincineración). El
ameno Feijoo (Benito Jerónimo, no confundamos) dice en su Teatro crítico universal: “Fue muy poderoso en el Gentilismo el
hechizo de la fama póstuma. También puede ser que algunos se arrojasen a la
muerte, no tanto por el logro de la fama (Feijoo entiende aquí por fama la posteridad), cuanto por la loca
vanidad de verse admirados, y aplaudidos unos pocos instantes de vida; de que
nos da Luciano un ilustre ejemplo en la voluntaria muerte del Filósofo
Peregrino”.
Tanto Eróstrato como Peregrino son poseídos por
el afán de fama sin más, de modo que el contenido al que se haya vinculada es
irrelevante. En el primer artículo dedicado a este tema ya hablamos de la importancia
de la obra en el concepto griego de fama como posteridad y ahora quisiera decir
algo sobre ese mismo asunto en relación con la fama entre los contemporáneos.
Descartemos, pues, a los Peregrinos de nuestros días y fijémonos en los que
buscan ser conocidos por algo que consideran valioso. Sus motivos pueden ser,
sospecho, variados y no excluyentes. Aventuremos algunos. En primer lugar, ganar
dinero, para poder vivir de su actividad y tener tiempo para llevarla a cabo o
para enriquecerse. Javier Marías repetía que había elegido escribir (y la
relativa fama le era necesaria en ello) para no tener jefes y no tener que
madrugar. En segundo lugar, el aprecio de los demás de lo que uno hace. Aquí
pueden darse grados que incluyen en diferente proporción el reconocimiento a la
propia persona o a la obra. Parémonos en ambos aspectos. En cuanto al primero,
la psicología ha destacado el deseo humano de ser valorado por los demás. El
poeta Czesław Miłosz, que se hace eco de tal deseo en la entrada “Fama” de su Abecedario, matiza también que “el juego
no es tanto entre el hombre y la multitud como entre el hombre y sus círculos
más cercanos”. Es curioso que ya entonces, a fines del pasado siglo, viera con
clarividencia la fragmentación de la fama en el mundo que estaba por venir:
“Cuanta más gente haya, tanto más se especializará la fama, lo que quiere decir
que un astrofísico se hará famoso entre los astrofísicos, (…) un jugador de
ajedrez entre los jugadores de ajedrez”. En cuanto al reconocimiento a la
propia obra, el segundo aspecto que nombrábamos, quien se entrega a una tarea
que considera valiosa y que en cierto modo lo trasciende, quiere para su
resultado una atención que podemos calificar de desinteresada. Podríamos pensar
incluso en un autor que, odiando toda promoción personal, transija a
regañadientes en aras de que su obra, no por suya sino por considerarla estimable,
se conozca.
Es posible también que ambas famas, la que estamos viendo en este artículo y la fama como posteridad, se opongan en un momento dado. Pudiera ser que alguien pagara la fama actual con el abandono tras su muerte, y a la inversa, que el olvido de sus contemporáneos sea el precio con el que conquistar la inmortalidad.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA