Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de abril de 2024.
PERROS (I)
En
mi memoria persisten imágenes de un viejo documental en el que se yuxtaponían
escenas de sorprendentes costumbres de diferentes lugares del planeta. Una de
ellas, que hoy nos sorprendería menos, es la de un tranquilo y agradable
cementerio de perros en algún sitio de Estados Unidos. Contrasta esa visión de
la mascota favorita con el título del documental, Este perro mundo, en el que este animal se adjetiva para
significar, como en “perra vida” o “día de perros”, algo duro y amargo y
desapacible. En efecto, esa cinta, que parece haber maquillado algo la realidad
para conseguir el efecto deseado, destila amargura en su recorrido por la
diversidad cultural. Pero el cementerio de perros, así como la vida que llevan
hoy día a nuestro alrededor, justifican la ingeniosa observación que hacía un
amigo mío: el hombre es el mejor amigo del perro. Y ha considerado que la mejor
manera de demostrarlo consiste en humanizarlo, en ponerle ropa, llevarlo a la
peluquería o al hospital, enterrarlo en un cementerio y arreglárselas para
incluirlo en la herencia. Si los cínicos tomaban el perro como modelo del
hombre (de ahí su nombre), ahora es el hombre el modelo del perro.
Ulises
salió de Ítaca para ir a la guerra de Troya, que duró diez años. Su vuelta,
contada en la Odisea, duró otros diez.
Así pues, veinte años después y disfrazado de mendigo para no ser reconocido
por los pretendientes de su mujer, Penélope, aparece en la puerta de su propia
casa. Nadie ha sido capaz de descubrirlo. Acostado “sobre un cerro de
estiércol”, viejo, despreciado y cansado, Argos, el perro que Ulises crio,
levanta la cabeza y las orejas. Cuando el hombre se acerca reconoce en él a su
amo y mueve la cola, pero no tiene fuerzas para alzarse y llegar hasta él.
Ulises se enjuga una lágrima y oculta su rostro al porquero que lo acompaña. Y
Argos, como si lo que lo mantuviera con vida fuera la esperanza de ver el regreso
de su amo, muere (“sumióle la muerte en sus sombras no más ver a su dueño de
vuelta al vigésimo año”, canta Homero). Pascal Quignard dice a propósito de
este pasaje que Argos es el primer ser que, en Homero, piensa, porque el verbo
griego que se traduce como pensar, “noein”, quería decir primero “oler”. De
modo que pensar es olfatear lo nuevo y, como Argos, ir más allá de la
apariencia, del disfraz, y descubrir detrás del mendigo al rey de Ítaca.
Homero tuvo un gran admirador en
Alcibíades, sobrino de Pericles y alumno de Sócrates. Cuenta Plutarco que pidió
un libro del poeta en una escuela y que, como el maestro le dijo que no tenía
ninguno, le dio un puñetazo y se marchó. Si traemos aquí a Alcibíades es porque
tenía un bello perro al que le cortó su hermoso rabo. Los amigos le regañaban y
le decían que la gente rabiaba y lo criticaba por lo que había hecho.
Alcibíades rio y dijo: “Entonces está pasando lo que deseo; pues quiero que los
atenienses hablen de esto, para que no digan algo peor sobre mí”. Por eso
podemos denominar “el perro de Alcibíades” al procedimiento político
consistente en fijar la atención mediática en un asunto menor para desviarlo
del que en realidad preocupa al político de turno.
Cuenta Claudio Eliano en dos sitios
distintos que Gelón de Siracusa soñó que había sido alcanzado por un rayo.
Aterrorizado por la pesadilla, gritaba con fuerza en sueños. Su perro,
desconcertado, se puso a ladrar con furia y amenaza, lo que provocó que Gelón
se despertara. La fama del perro hace que conservemos su nombre: podemos leer
en Plinio que se llamaba Pirro.
Precisamente
Plinio cuenta la historia de otro perro para ilustrar la fidelidad de este
animal. En el 28 d. C., al ser castigado un caballero romano y sus esclavos, el
perro de uno de ellos no se apartó del cadáver de su amo, expuesto en unas
escaleras una vez ajusticiado. Gemía el can tristemente. Alguien le tiró comida
y él la llevó a la boca del muerto. Cuando el cadáver fue arrojado al Tíber, se
lanzó al río intentando mantenerlo a flote. Dos imágenes estas que uno no puede
evitar quedarse rumiando…
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA